—¿Sabes qué hacen los homeless del parque de Ueno en las mañanas?
—Tú dime.
—Juegan golf.
No todos, ni mucho menos, pero era cierto: algunos sacaban sus palos de golf y practicaban en el prado en que han plantado sus tiendas azules. No podrían tirar muy lejos, claro, pero practicarían los golpes y tal vez conservarían, me gusta pensar que sin ostentación, los gestos del golfista, como otros conservan libros, y el gusto de la lectura. O incluso el de la escritura. Hace tres años apareció una preciosa antología de senryu —el primo despeinado del haiku— escritos por homeless japoneses: 路上のうた, Rojo no uta (“Canciones de los caminos” sería una traducción imprecisa: ¿canciones de la intemperie? —rojo: on the road), en la que sorprende, junto al estricto apego a las formas tradicionales y sus convenciones estacionales, la naturalidad con que la intemperie urbana se vuelve habitable:
寝袋に 花びら一つ 春の使者
Un solo pétalo,
nuncio de primavera,
sobre mis saco.
Japón, después de dos décadas de crisis económica, sigue siendo uno de los países más ricos del mundo —el tercero, después de Estados Unidos y China—, y su prosperidad salta a la vista de cualquier visitante, pero es un rico empobrecido. Sus pobres son nuevos pobres, expulsados de una clase media que fue la mayor del mundo y la más homogénea y que desde hace dos décadas no cesa de reducirse.
Algunos conservan incluso el puesto de trabajo: han renunciado a pagar la renta de un departamento y se han ido a vivir bajo un puente. No a la intemperie, sino en unas casas mínimas, hechas de cartón y madera, cubiertas siempre de plásticos azules: los mismos que se tienden en los parques bajo los cerezos durante la semana de su florecimiento y que, según Toyo Ito, son el elemento mínimo de la arquitectura japonesa. Yo pensaría más bien en el shime tori de los santuarios shinto: las dos varas de bambú unidas por una cuerda que marcan el límite de un espacio sagrado. En cualquier caso, viene a la mente el poema del monje Ikkyu (1394–1481):
No hay pilares
en la casa en que vivo;
tampoco techo.
No la moja la lluvia.
No la golpea el viento.
Sería ilusorio pensar que en cada desposeído japonés hay un golfista, un poeta o un adepto del zen: lo sería tanto como suponer que en cada oficinista hay un autómata desalmado. Pero no he visto a ninguno que no disponga ordenadamente sus zapatos a la entrada de su caseta o su tienda, ninguno que no parezca mantener, en la precariedad, un orden estricto, ninguno que no guarde las formas. Orden y formas es casi lo único que les queda, pero con eso y poco más —lo que encuentran en la calle y entre los desechos— erigen una morada.
Desde fines de los noventa el arquitecto Kyohei Sakaguchi (Kumamoto, 1978) ha venido documentando estas casas de cero yenes (Zero Yen Houses: véase lo que la frase produce en Google images) y pensando en lo que revelan sobre la relación de sus constructores, habitantes y dueños (a los que es inapropiado llamar homeless, dice Sakaguchi, pues poseen una casa mientras nosotros apenas la rentamos) con el entorno urbano y la naturaleza, con el espacio social y el privado, con la economía formal y —por paradójico que suene— el orden informal. De esa larga obra en marcha, que ha producido ya libros, exposiciones, un sitio de internet, ha extraído además lecciones sobre la imaginación del espacio, la economía de medios, las estrategias de reciclamiento. Sakaguchi está convencido de que estos desposeídos, entre los cuales no falta el que alimenta su casa con celdas solares, ni el que ha hecho su casa móvil, sobre ruedas— tienen mucho que enseñarle a arquitectos y urbanistas, a econmistas y diseñadores. También, claro, a poetas y artistas.
*
Nota publicada en el número más reciente de la revista Arquine.
Conmigo como base. Muchas mujeres pasan. Alguna se detiene. Mis contornos se tuercen y yo me descompongo. Qué claro el cielo. No he visto otro tan azul. Se evaporan las lágrimas, se convierten en nubes, en lluvia ácida que nos disuelve. De principio a fin no hago otra cosa que decaer, disolverme, pudrirme, volverme tu composta. Conmigo como base, tú creces. Tiendo las manos débilmente al sol. Mi brazos se deshacen.
*
MIZUKI MISUMI,
—versión de Aurelio Asiain
Página web: http://misumimizuki.com/
Twitter: https://twitter.com/misumimizuki
El documental de Takayahoshi Honda Cómo construir una casa móvil es una incitación a explorar la obra de Kyohei Sakaguchi, el arquitecto de Zero Yen Houses: un estudio de la arquitectura de las casas de los homeless (nunca peor dicho) de Tokio, sus peculiaridades estructurales, su economía de medios, su sentido artístico y, en último término, la visión del mundo que revelan. Aquí hay una entrevista de hace años: Kyohei Sakaguchi’s Zero Yen Project. Aquí una muestra, con buenas fotografías, de The Zero Yen House and other unimaginable habitats of Kyohei Sakaguchi. Un buen punto para iniciar el recorrido de su red en la red es, creo, la genealogía de su visión que puede verse aquí. Otro, claro, está en clásicos japoneses como Hôjôki,
Rent a Family Inc. es un documental de Kaspar Astrup Schröder sobre el director de una compañía japonesa que renta familiares, amigos, colegas con los que llenar, cuando la ocasión lo requiere, los vacíos incómodos y guardar las apariencias. Él mismo cubre los suyos actuando esos papeles, de los que su familia no sabe nada.
*
Más sobre esta casa transparente y sin pisos del despacho Sou Fujimoto, que encarna un ideal persistente de la arquitectura tradicional japonesa y no es la única en su tipo, en design-milk.com.
En Japón suele tenerse al Chôju-jinbutsu-giga, un conjunto de cuatro rollos historiados que datan de fines de la era Heian, por el origen remoto del manga, aunque los siete siglos que median entre el monje Toba Sôjô (1053-1140), al que la obra se atribuye sin mucha certidumbre, y los manga de Hokusai, son sin duda demasiados. Pero el salto se explica por el carácter excepcional de la obra, en la que ranas, conejos, zorros y monos bailan, conversan, se entretienen en juegos y disputas u ofician ceremonias religiosas. No se trata de un relato, pero tampoco de una sucesión de imágenes inconexas: la secuencia, de tono festivo e intención satírica, es innegablemente rítmica, y aunque los hilos alusivos y simbólicos de la trama sean invisibles para el espectador no avisado y haya pasajes enigmáticos para los eruditos, la gracia de las imágenes es insuperable y la experiencia de verlas se parece mucho más a la de escuchar una pieza musical que a la de despachar una historieta ilustrada.
Porque aquí no se trata de ilustraciones: no hay ningún texto y es solo el dibujo lo que canta y cuenta. No es extraño que, entre las obras clásicas mayores del arte japonés, esta sea una de las más populares, y abundan las reproducciones completas —en rollos de diversas dimensiones, libros y videos como el muy deficiente que aparece en esta página— y fragmentarias —en revistas, tarjetas postales, pañuelos, camisetas, tazas, encendedores…—, pero muy rara vez se exhibe el original. En diez años en Japón, solo una vez pude no verlo: vislumbrarlo, parándome de puntas y alargando el cuello sobre las cabezas de los numerosos visitantes que recorrían parsimoniosamente el centenar de metros que sumaban los cuatro rollos extendidos en las vitrinas del Museo Nacional de Kioto.
Por suerte hay ya una aplicación gratuita para iPad que permite recorrer enteramente dos de los rollos, reproducidos con una calidad de imagen impecable. Las explicaciones están en japonés, pero no hacen falta para disfrutar del paseo y el curioso puede encontrar muchas más en inglés, y algunas en español, en la red.
Diecinueve extranjeros residentes en Japón cuentan por qué y cómo viven aquí.