Una poética de la apropiación

por aurelio asiain

No es menos ingenuo el ingenuo que, ante un cuadro de Pollock, alega espontáneamente que un niño podría haberlo hecho mejor, que el articulado snob que se exalta y discurre elaboradamente ante cualquier muestra de literal o metafórica mierda expuesta en un museo, aunque el segundo estaría desde luego mucho menos dispuesto a aceptarlo, arropado como está por la seguridad que da ir con el tiempo; sobre todo en estos tiempos, en que no hay nada más convencional que el prestigio de lo transgresor. Como era previsible, no tardó en manifestarse la buena conciencia ilustrada para descalificar, por bienpensantes y anacrónicos, a quienes impugnaron la honda afición plagiaria de un funcionario de la burocracia cultural universitaria (que en su indecisa defensa la elevó primero al rango de poética personal y luego la redujo a descuido ocasional), lamentando a la vez la ignorancia provinciana que desdeñaba una estética de la apropiación creadora esencial a la modernidad, distintiva de los tiempos que virtualmente corren y que se remonta, dicen, por lo menos a Lautréamont.

Pero cualquiera que haya leído con atención lo que Gabriel Zaid, Guillermo Sheridan y Jesús Silva-Herzog Márquez escribieron al respecto, y lo que han escrito antes sobre otros autores, tendrá claro que ni ignoran esa tradición ni caerían en la simpleza de confundir la apropiación creadora con el plagio stricto sensu. Simpleza voluntaria en sus críticos, pues llamar plagio a cualquier utilización de un texto ajeno en uno propio, sea solapada o transparente, torpe o creadora, puede ser muestra de obtusa mojigatería provinciana pero también estratégico desplante publicitario que apela al encanto de lo subversivo para mejor venderse: véase el artículo reciente de Jonathan Lethem, que acumula muestras de obras que no son plagios para irreverente y gozosamente (¡ah, la retórica del gozo liberador que el poder ignora!) celebrar la práctica del plagio. La oposición que plantea ese sobado discurso autocelebratorio es simplísima: de este lado la transgresión, la libertad, el gozo, la legitimidad; del otro lado el poder, la cerrazón, la insensibilidad, la ley. Por mor de esa misma simplificación, la alusión, la glosa, la parodia, la paráfrasis, el pastiche, el collage y otras prácticas textuales se califican de plagio (y así de transgresiones, por lo mismo gozosas), del mismo modo en que reiteradamente se confunden la autoría y el derecho de autor, como si ignorando el segundo la primera dejara de existir, cuando es inalienable.

Distinguir entre el plagio y la apropiación creadora sería más interesante, es sin duda a veces más complejo y no se resuelve, como pretende el funcionario, con ver lo que dice la Ley de Derechos de Autor —como si la definición de un hecho literario pudiera dejarse en manos de una instancia jurídica—, pero tampoco apelando como sanción última a la calidad literaria, noción cambiante y resbaladiza si las hay. La respuesta de Javier Sicilia cuando Evodio Escalante lo acusó de plagio, aunque apenas esboza la cuestión, apunta en el sentido correcto: mientras que el plagio es una usurpación consciente que supone la ignorancia del lector, la apropiación no esconde la mano.

Lo que ahora se llama “estética de la apropiación” tiene por otro lado una historia muy larga, que en Occidente habría que remitir por lo menos a los centones griegos pero sin duda no ha dejado de manifestarse nunca de un modo u otro, y de la que hay ramificaciones o desarrollos independientes en otras partes del mundo. Uno de los momentos más interesantes de la poesía japonesa, definitivo en la historia de la formación del canon literario clásico aún vigente, fue un periodo, a fines de la era Heian y principios de la era Kamakura, es decir a caballo entre los siglos XII y XIII, dominado por la práctica del honkadori, que consistía en tomar parte de un poema clásico (en casos extremos todo el poema salvo una palabra) para crear otro en el que el aura y la resonancia de la alusión produjeran un enriquecimiento del sentido. No se trataba de una operación de plagio por una razón elemental: el propósito era crear una superposición textual, no una suplantación. Reconocimiento, relectura y, para decirlo en términos caros a nuestra época, diálogo renovador con la tradición.

Más de la mitad de los casi dos mil poemas que recoge el Shinkokinwakashu (1205) siguen la técnica del honkadori. No es casual que, aunque el término fuera acuñado por Fujiwara Shunzei (1114–1204), haya sido su hijo Fujiwara no Teika (1162–1241) quien estrictamente definió el procedimiento, estableció sus límites y puso su práctica en boga. Además de gran poeta, Teika fue un crítico erudito que fijó el texto y determinó la lectura de un grupo de obras clásicas japonesas fundamentales (entre ellas el Genji monogatari), estableció la nómina perdurable de la poesía de sus contemporáneos, editó la antología poética más leída en Japón aun en nuestros días y definió de ese modo la tradición literaria pasada y por venir. Era un aristócrata conservador con una profunda veneración por la herencia literaria, que al cabo resultó un revolucionario, al transformar el modo de leerla.

Uno de los ejemplos más celebrados de honkadori es del propio Teika:

Puente flotante,
sueño roto en la noche
de primavera:
por el cielo las nubes
se apartan de las crestas.

春の夜の 夢の浮き橋 と絶えして 峰にわかるる 横雲の空
haru no yo no yume no ukihashi toeshite mine ni wakaruru yokogumo no sora

No hay una sola línea (llamo así con licencia a los segmentos rítmicos: en japonés los poemas en formas tradicionales no se escriben en líneas cortadas) que no remita a otro texto, por medio de la cita literal o la variación. Para un lector culto, esas alusiones eran transparentes y estaban cargadas de sentido. Las palabras iniciales, haru no yo no yume, evocan la obertura del Heike Monogatari: “Qué efímeros los orgullosos: son como el sueño de una noche de primavera”. Esa alusión se entrelaza con otra, frecuente en los escritores de la época para indicar la cercanía de una decepción que revela la naturaleza transitoria del mundo: yume no ukihashi. Así (“El puente flotante de los sueños”) se titula el capítulo final del Genji Monogatari que narra el amor imposible de Kaoru por Okifune. El ukihashi es en efecto un tipo de puente, tendido sobre flotadores. La imagen de las nubes que se apartan de la cumbre está en un poema de Mibu no Tadamine (s. XI-X) recogido en el Kokin Wakashû, pero mientras ahí son metáfora de los cerezos en flor (shirakumo: nubes blancas) en Teika son solo nubes cerradas (yokogumo). Provienen, en último término, del poeta chino Songyu (s. III a.c) y aluden a la historia de una muchacha que, en el sueño en que puede amarla el rey de los Chu, revela su condición de nube. La línea mine no wakaruru proviene también del poema de Mibu no Tadamine. Sora, finalmente, es el cielo y el vacío, y es posible hacer una interpretación plenamente budista del poema, pues lo que en el honka de Tadamine era un lamento por la ruptura amorosa y el alejamiento del amado,

Si sopla el viento
se apartan de la cumbre
las blancas nubes
y se esfuman y así
de mí tu corazón.

風吹けば峰に別るる白雲のたえてつれなき君が心か
kaze fukeba mine ni wakaruru shirakumo no taete tsurenaki kimi ga kokoro ka

en Teika se resuelve en una visión del carácter inestable de la percepción y de la final irrealidad de las apariencias. En una noche brevísima de primavera, el puente de los sueños que nos conducen a un sitio más alto se interrumpe bruscamente y deja al que soñaba ante el vacío.

La práctica del honkadori rinde homenaje a la tradición y, al trasvasarla, la reinventa. En más de un sentido, es un modo de producción poética firmemente arraigado en la mentalidad confuciana, para la cual la copia del modelo maestro era mucho más importante que la búsqueda de la originalidad. Pero antes de Shunzei y Teika la apropiación de poemas previos era mal vista. El mayor árbitro poético de la era Heian, Fujiwara no Kinto, la había censurado enérgicamente en el año 1001; y aunque un siglo después poetas muy notables la aceptaban, era siempre con la reserva de que el nuevo poema tendría que ser superior al anterior. Que no es el criterio de Teika: para él, la práctica del honkadori debía tanto enriquecer el poema de origen como ganar, con su evocación, una densidad mayor para el nuevo poema. No se trataba en modo alguno de “superar el original” sino de darle una nueva originalidad.

Eso mismo es por cierto lo que propone “Pierre Menard, autor del Quijote”, un cuento —cuyo afectado narrador, por cierto, no es Borges, como queda patente desde el primer párrafo— al que una y otra vez se ha aludido como apología del plagio, equívocamente, en estos días. Es todo lo contrario. Plagiar el Quijote es imposible: todo el mundo (los pocos lectores que representan a todo el mundo) lo conoce. Copiarlo sería insensato, una vez excluida la pasión caligráfica.

No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes.

Probablemente no haya, con exclusión de las escritas por Honorio Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, páginas de Borges más llenas de bromas que las de este cuento. La broma mayor, la gran carcajada, depende de la verdad inmutable de que el Quijote lo escribió, para siempre, Miguel de Cervantes.