Una poética de la apropiación
por aurelio asiain
No es menos ingenuo el ingenuo que, ante un cuadro de Pollock, alega espontáneamente que un niño podría haberlo hecho mejor, que el articulado snob que se exalta y discurre elaboradamente ante cualquier muestra de literal o metafórica mierda expuesta en un museo, aunque el segundo estaría desde luego mucho menos dispuesto a aceptarlo, arropado como está por la seguridad que da ir con el tiempo; sobre todo en estos tiempos, en que no hay nada más convencional que el prestigio de lo transgresor. Como era previsible, no tardó en manifestarse la buena conciencia ilustrada para descalificar, por bienpensantes y anacrónicos, a quienes impugnaron la honda afición plagiaria de un funcionario de la burocracia cultural universitaria (que en su indecisa defensa la elevó primero al rango de poética personal y luego la redujo a descuido ocasional), lamentando a la vez la ignorancia provinciana que desdeñaba una estética de la apropiación creadora esencial a la modernidad, distintiva de los tiempos que virtualmente corren y que se remonta, dicen, por lo menos a Lautréamont.
Pero cualquiera que haya leído con atención lo que Gabriel Zaid, Guillermo Sheridan y Jesús Silva-Herzog Márquez escribieron al respecto, y lo que han escrito antes sobre otros autores, tendrá claro que ni ignoran esa tradición ni caerían en la simpleza de confundir la apropiación creadora con el plagio stricto sensu. Simpleza voluntaria en sus críticos, pues llamar plagio a cualquier utilización de un texto ajeno en uno propio, sea solapada o transparente, torpe o creadora, puede ser muestra de obtusa mojigatería provinciana pero también estratégico desplante publicitario que apela al encanto de lo subversivo para mejor venderse: véase el artículo reciente de Jonathan Lethem, que acumula muestras de obras que no son plagios para irreverente y gozosamente (¡ah, la retórica del gozo liberador que el poder ignora!) celebrar la práctica del plagio. La oposición que plantea ese sobado discurso autocelebratorio es simplísima: de este lado la transgresión, la libertad, el gozo, la legitimidad; del otro lado el poder, la cerrazón, la insensibilidad, la ley. Por mor de esa misma simplificación, la alusión, la glosa, la parodia, la paráfrasis, el pastiche, el collage y otras prácticas textuales se califican de plagio (y así de transgresiones, por lo mismo gozosas), del mismo modo en que reiteradamente se confunden la autoría y el derecho de autor, como si ignorando el segundo la primera dejara de existir, cuando es inalienable.
Distinguir entre el plagio y la apropiación creadora sería más interesante, es sin duda a veces más complejo y no se resuelve, como pretende el funcionario, con ver lo que dice la Ley de Derechos de Autor —como si la definición de un hecho literario pudiera dejarse en manos de una instancia jurídica—, pero tampoco apelando como sanción última a la calidad literaria, noción cambiante y resbaladiza si las hay. La respuesta de Javier Sicilia cuando Evodio Escalante lo acusó de plagio, aunque apenas esboza la cuestión, apunta en el sentido correcto: mientras que el plagio es una usurpación consciente que supone la ignorancia del lector, la apropiación no esconde la mano.
Lo que ahora se llama “estética de la apropiación” tiene por otro lado una historia muy larga, que en Occidente habría que remitir por lo menos a los centones griegos pero sin duda no ha dejado de manifestarse nunca de un modo u otro, y de la que hay ramificaciones o desarrollos independientes en otras partes del mundo. Uno de los momentos más interesantes de la poesía japonesa, definitivo en la historia de la formación del canon literario clásico aún vigente, fue un periodo, a fines de la era Heian y principios de la era Kamakura, es decir a caballo entre los siglos XII y XIII, dominado por la práctica del honkadori, que consistía en tomar parte de un poema clásico (en casos extremos todo el poema salvo una palabra) para crear otro en el que el aura y la resonancia de la alusión produjeran un enriquecimiento del sentido. No se trataba de una operación de plagio por una razón elemental: el propósito era crear una superposición textual, no una suplantación. Reconocimiento, relectura y, para decirlo en términos caros a nuestra época, diálogo renovador con la tradición.
Más de la mitad de los casi dos mil poemas que recoge el Shinkokinwakashu (1205) siguen la técnica del honkadori. No es casual que, aunque el término fuera acuñado por Fujiwara Shunzei (1114–1204), haya sido su hijo Fujiwara no Teika (1162–1241) quien estrictamente definió el procedimiento, estableció sus límites y puso su práctica en boga. Además de gran poeta, Teika fue un crítico erudito que fijó el texto y determinó la lectura de un grupo de obras clásicas japonesas fundamentales (entre ellas el Genji monogatari), estableció la nómina perdurable de la poesía de sus contemporáneos, editó la antología poética más leída en Japón aun en nuestros días y definió de ese modo la tradición literaria pasada y por venir. Era un aristócrata conservador con una profunda veneración por la herencia literaria, que al cabo resultó un revolucionario, al transformar el modo de leerla.
Uno de los ejemplos más celebrados de honkadori es del propio Teika:
Puente flotante,
sueño roto en la noche
de primavera:
por el cielo las nubes
se apartan de las crestas.
春の夜の 夢の浮き橋 と絶えして 峰にわかるる 横雲の空
haru no yo no yume no ukihashi toeshite mine ni wakaruru yokogumo no sora
No hay una sola línea (llamo así con licencia a los segmentos rítmicos: en japonés los poemas en formas tradicionales no se escriben en líneas cortadas) que no remita a otro texto, por medio de la cita literal o la variación. Para un lector culto, esas alusiones eran transparentes y estaban cargadas de sentido. Las palabras iniciales, haru no yo no yume, evocan la obertura del Heike Monogatari: “Qué efímeros los orgullosos: son como el sueño de una noche de primavera”. Esa alusión se entrelaza con otra, frecuente en los escritores de la época para indicar la cercanía de una decepción que revela la naturaleza transitoria del mundo: yume no ukihashi. Así (“El puente flotante de los sueños”) se titula el capítulo final del Genji Monogatari que narra el amor imposible de Kaoru por Okifune. El ukihashi es en efecto un tipo de puente, tendido sobre flotadores. La imagen de las nubes que se apartan de la cumbre está en un poema de Mibu no Tadamine (s. XI-X) recogido en el Kokin Wakashû, pero mientras ahí son metáfora de los cerezos en flor (shirakumo: nubes blancas) en Teika son solo nubes cerradas (yokogumo). Provienen, en último término, del poeta chino Songyu (s. III a.c) y aluden a la historia de una muchacha que, en el sueño en que puede amarla el rey de los Chu, revela su condición de nube. La línea mine no wakaruru proviene también del poema de Mibu no Tadamine. Sora, finalmente, es el cielo y el vacío, y es posible hacer una interpretación plenamente budista del poema, pues lo que en el honka de Tadamine era un lamento por la ruptura amorosa y el alejamiento del amado,
Si sopla el viento
se apartan de la cumbre
las blancas nubes
y se esfuman y así
de mí tu corazón.
風吹けば峰に別るる白雲のたえてつれなき君が心か
kaze fukeba mine ni wakaruru shirakumo no taete tsurenaki kimi ga kokoro ka
en Teika se resuelve en una visión del carácter inestable de la percepción y de la final irrealidad de las apariencias. En una noche brevísima de primavera, el puente de los sueños que nos conducen a un sitio más alto se interrumpe bruscamente y deja al que soñaba ante el vacío.
La práctica del honkadori rinde homenaje a la tradición y, al trasvasarla, la reinventa. En más de un sentido, es un modo de producción poética firmemente arraigado en la mentalidad confuciana, para la cual la copia del modelo maestro era mucho más importante que la búsqueda de la originalidad. Pero antes de Shunzei y Teika la apropiación de poemas previos era mal vista. El mayor árbitro poético de la era Heian, Fujiwara no Kinto, la había censurado enérgicamente en el año 1001; y aunque un siglo después poetas muy notables la aceptaban, era siempre con la reserva de que el nuevo poema tendría que ser superior al anterior. Que no es el criterio de Teika: para él, la práctica del honkadori debía tanto enriquecer el poema de origen como ganar, con su evocación, una densidad mayor para el nuevo poema. No se trataba en modo alguno de “superar el original” sino de darle una nueva originalidad.
Eso mismo es por cierto lo que propone “Pierre Menard, autor del Quijote”, un cuento —cuyo afectado narrador, por cierto, no es Borges, como queda patente desde el primer párrafo— al que una y otra vez se ha aludido como apología del plagio, equívocamente, en estos días. Es todo lo contrario. Plagiar el Quijote es imposible: todo el mundo (los pocos lectores que representan a todo el mundo) lo conoce. Copiarlo sería insensato, una vez excluida la pasión caligráfica.
No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes.
Probablemente no haya, con exclusión de las escritas por Honorio Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, páginas de Borges más llenas de bromas que las de este cuento. La broma mayor, la gran carcajada, depende de la verdad inmutable de que el Quijote lo escribió, para siempre, Miguel de Cervantes.
el autor de ‘the ecstasy of the influence : a plagiarism’ es jonathan lethem, no letham. error de dedo, claro. salú.
La literatura en su totalidad puede ser producto de estas apropiaciones.
«Plagio» es un término genérico que abarca muchas cosas y por eso es equívoco, y es verdad que lo mejor sería matizar y distinguirlo, por ejemplo, de la apropiación. Pero es el uso corriente y, a veces, no queda más remedio que usarlo. Fue la palabra que usaron Lautréamont y Debord y un largo etcétera (Kenneth Goldsmith entre los más recientes), pero también la que empleó Paz cuando se refiere a las paráfrasis de Villaurrutia como plagios (aunque, claro, para decir que son acusaciones rídiculas).
Además, la distinción que sugieres (de la mano de la defensa que hizo Sicilia) no es necesariamente funcional, pues hay quienes hacen apropiaciones y al mismo tiempo esconden la mano, como Montaigne; baste recordar «De los libros»:
«De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para embridar la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lanzan sobre toda suerte de escritos, especialmente sobre los jóvenes escritos de autores aún vivos y en lengua vulgar, que permite hablar de ellos a todo el mundo y parece considerar también vulgar su concepción e intención. Quiero que den en las narices a Plutarco dándome en las mías y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades.»
Montaigne, en sus «Ensayos», encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista, como en el caso de las apropiaciones de Gironella y muchos más, que cuentan con que el juego se sobreentienda de inmediato. En este sentido, Montaigne sería un plagiario, aunque nadie en su sano juicio lo condenaría. (Desde luego hay un abismo entre Montaigne y Alatriste, y entre citar sin comillas a Séneca que a buenastareas.com, pero ese otro asunto.)
Acá copio otro ejemplo de apropiaciones, de una cadena de apropiaciones, donde no está claro que no se asuma la ignorancia del lector (de allí que más bien se suela hablar, sin más, de «plagios», como lo hace el propio Calasso en su «La Folie Baudelaire»):
«Stendhal había saqueado a Lanzi para ahorrarse ciertas fatigosas tareas (descripciones, datos, detalles) en la redacción del libro. Baudelaire en cambio se apropió de dos pasajes del libro de Stendhal por devoción, según la regla por la cual el verdadero escritor no toma en préstamo sino que roba. […] Toda la historia de la literatura —la historia secreta que nadie estará nunca en condiciones de escribir sino parcialmente, porque los escritores son demasiado hábiles para esconderse— puede ser vista como una sinuosa guirnalda de plagios. Entendiendo no aquellos funcionales, debidos a la prisa o la pereza, como los obrados por Stendhal sobre Lanzi; sino los otros, fundados en la admiración y en un proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor protegidos de la literatura. Los dos pasajes que Baudelaire sustrae a Stendhal están perfectamente entonados con su prosa e intervienen en un momento crucial de la argumentación. Escribir es aquello que, como el eros, hace oscilar y vuelve porosos los límites del yo. Todo estilo se forma por sucesivas campañas —con pelotones de incursores o con ejércitos enteros— en territorio ajeno. Quien quisiera dar un ejemplo del timbre inconfundible del Baudelaire crítico podría incluso escoger algunas de sus líneas que originalmente pertenecieron a Stendhal.»
No es fácil saber si la apropiación o el plagio se deben a la pereza o a la asimilación fisiológica (ni siquiera en los burdos copy paste de Alatriste), de allí que la acusación de plagio responda por lo común a otras consideraciones más generales, ya sea estéticas o políticas. Lo que puede criticarse a Sheridan y a Zaid y a SIlva Herzog-Márquez es que en el afán de oponerse a la designación del premio Villaurrutia por razones de orden estético o político, enarbolan la bandera de la acusación de plagio (llamándolo «fraude» e «inmoralidad»), con lo que, al menos en los términos simplistas en que lo plantean, se llevan en el camino a Montaigne, Stendhal, Baudelaire y ya ni se diga a Lautréamont.
Estos y otros comentarios sobre el triste affaire Alatriste aparecerán en breve en un texto que firmamos Vivian Abenshushan y yo.
(Por cierto, el autor del link que activaste se llama Lethem.)
Estimado Luigi,
Por lo que me corresponde, censuré esa designación no por razones estéticas (sería imposible hallarlas) ni políticas (no busco ni espero nada). Me opuse por respeto al nombre de Xavier Villaurrutia. SI el premio se hubiera llamado «Premio Edwina Canseco» o algo así, no me hubiera importado.
Por otro lado, traer a colación teorías apropiacionistas, originalistas, pasticheras o melanyeras, intertextuales o porosas como el eros a casos como los de estos plagiarios de esquina me parece faltarle el respeto a Baudelaire.
Calasso me gustó alguna vez (Kasch era buena). Ka y Cadmo y Harmonia ya fueron popularizaciones algo simples de los grandes estudiosos a quienes nadie conoce (Zimmer, Guénon, Burnouf) o que han sido olvidados (Graves). Pero, en fin, es sólo mi opinión.
PD. Me encanta la frase «enarbolar la bandera de acusación de plagio». Me siento como la despechugada esa de Delacroix.
Tienes razón, estimado Guillermo, con plagiarios tan mediocres como Alatriste, Baudelaire y Lautréamont y un largo etcétera deben estar revolcándose en su tumba.
Pero, según mi punto de vista, el problema no está en que haya usado la vieja técnica de cortar y pegar, sino en cómo la llevó a cabo (con las patas) y en sus resultados (ni para qué describirlos). Hay maestros en el arte de injertar, sin agua va, párrrafos ajenos, como Georges Perec; pero las obras en que más se valió del recurso («Las cosas» y «La vida instrucciones de uso»), se sostienen, ¡y de qué modo!, por sí mismas, no importa las toneladas de engrudo.
Según Aurelio el matiz importante radica en que la apropiación no esconde sus saqueos, aunque yo no estaría tan seguro: Baudelaire los entendía como una excrecencia natural del yo, y Perec sólo los confesaba, cuando los confesaba, a toro pasado. Quevedo creo que no tenía el menor prurito en corregirle la plana a otros poetas sin decirlo, y Paz… Sería interesante estudiar a profundidad cuál era su relación con las tijeras y el pegamento.
El libro de Calasso sobre Baudelaire no está nada mal. Quizá un poco deshilachado, con algo de chismorreo decimonónico muy sabroso pero que a veces no tiene otro fin que revelarlo, aunque uno de sus mayores méritos está en que, al leerlo, dan ganas de volver a París solamente para hacer el recorrido por los cuadros que comenta. Y la parte de la relación más bien anómala entre Sainte-Beuve y Baudelaire es buenísima, de allí que el libro le haya gustado tanto a Christopher Domínguez.
Saludos
Leí Perec hace años, y lo venero, claro. Tu encomio de los irrespetuosos y todo eso ya implica que son una especie en vías de desaparición, ¿no? El último «raro» (como se decía antes) quizás sea Tournier. Esos nuevos como Houellebecq me han dado flojera. Pero en fin, no leo mucha narrativa (moderna).
Buscaré el Baudelaire de Calasso, pues. Ojalá sea bueno. Creo haber leído mil libros sobre Baudelaire y Paris y el arte y todo eso, de Benjamin en adelante y hasta de Benjamin para atrás…
Les puse una respuesta en El Universal.
Saludos,
gs
Caramba, la respuesta que les puse a su Artículo en El Universal se «convirtió» en un dizque «artículo» que aparenta ser, digamos «público». Debía haber pensado, y no lo hice, que con todo este alboroto…
En fin.
Saludos,
gs
Ya vi cómo creció tu mensaje hasta convertirse en dizque artículo…
No, no toda esa andanada de calificativos iba dedicada a ti, estimado Guillermo, sino sólo una parte (no está claro si la menos mala; a mí, por ejemplo, me agrada cuando me llaman «moralista», me hace sentir en la compañía del Dr. Johnson). La carta cibernética de petición de renuncia sí los merecía todos, y por ende también sus abajofirmantes (no sé si estabas entre ellos).
Y sí, jajaja, no dudes en consultarnos antes de escribir artículos polémicos para que veamos si la cuestión de fondo tiene interés, eh.
Pero es que pasa un poco como con ciertas preguntas del público: hay que sacarles el jugo que no traen para evitar deprimirse. El affaire Alatriste y su defensa era más bien patético; llevando las cosas, como intentamos hacer, al terreno de la angustia de las influencias y los escritores mal portados y la intertextualidad, por lo menos hacíamos que toda la cosa se volviera más atractiva.
Puede ser que no haya punto de comparación entre Loaeza y Perec, o entrae Alatriste y Lautréamont, pero es que, como no tiene mucho caso discutir sobre los primeros, pensamos que era más simpático cambiar de tema.
No me parece que los irrespetuosos, como les llamas, estén en vías de extinción. Hay un grupo, encabezado por Kenneth Goldsmith, que defiende el Plagiarismo (http://www.plagiarism.org); en España está Vila-Matas, por un lado, maestro del copy-paste y la impostura, pero también los Mutantes, uno de ellos, Fernández Mallo, ha sido acusado de plagio por Kodama, pues se le ocurrió reescribir «El Hacedor» (ya se retiró todo el tiraje de la circulación). En Buenos Aires está Pablo Katchadjian, también en problemas con la viuda de Borges por haber escrito «El Aleph engordado», etc. Acá, tristemente, tenemos apenas a Alatriste…
Y no se te olvide que las aves abatidas bien pueden caer en el agua, en los lagos y mares, por ejemplo, donde si se arrastran seguramente sus alas se verían tanto más tristes. Queríamos aludir al poema del albatros de Baudelaire, que arrastra sus alas de gigante, pero luego cambiamos de opinión porque era engrandecer al susodicho.
Saludos
Perdón, Guillermo, me equivoqué en la liga a lo de Goldsmith, me fui con la finta. Más bien hay algo aquí: ivygateblog.com y una reformulación acá: http://chronicle.com/article/Uncreative-Writing/128908/
Pero basta que lo busques en google.
Saludos
La literatura es símbolo pero tambien es semántica. Por lo tanto nunca más claro que en la literatura que la ética es estética. El contenido es la forma. Yo así lo veo. No podemos separar la moral con que se confecciona la literatura de su resultado, porque es todo uno. El autor firma al final… no lo deja como producto de ensayo anónimo. Por lo tanto deviene su moral de la firma. Podía haber dicho, firmado: Alatriste y tantos otros. Hubiera quedado tan bien. Luego sus disculpas fueron tan zafias… en lugar de : Alatriste y tantos otros. Debería firmar así en un futuro.
Se podría decir tantas cosas, pero se debería precisar algo, no quiero alargarme. No se queden en las puntillas con estos debates, plagiar a plagiado. Y es claro lo que es: no poner creatividad en lo que se quiere añadir de los otros. Se ha comportado como un alumno que de memoria repite en el examen a su profesor, a ustedes no se que les decían a mí: No memorices dilo con tus propias palabras. Entonces lo que me molesta es la falta de creatividad, y cuando no se es original hay que citar. Y que tuviera voluntad de engañar yo tambien lo veo, pero no entro ahí. A mí tambien a veces me gustaría copiar a Aurelio, es tan bello en sus traducciones. Pero hay que trabajarse para llegar, porque luego la consciencia la saborearé como la magdalena de Proust. Y solo el esfuerzo merece. El tema va de moral y de semántica, no de símbolos.
Un saludo.
(y no quiere decir que no sienta una profunda ternura por Alatriste, a lo mejor es la distancia de no conocerlo: el símbolo que no le doto de ninguna semántica pues no me afecta).
Luigi, Vivian, Aurelio, ¿leyeron el artículo del penúltimo New Yorker sobre el plagiario compulsivo? «The Plagiarist’s Tale» de Lizzie Widdicombe. Es inteesante… y quizás disuasivo. El personaje de que habla el artículo, Quentin Rowan, podría ser la «encarnación» de todas esas teorías. Un caso extremo de cómo alguien se convierte en una teoría, o de cómo las teorías engendran a su actor.
Me gustaría saber qué opinan ustedes los teóricos sobre los Pastiches et Mélanges de Proust (o la mejor versión en español de lo mismo: Cabrera Infante en TTT…)
Yo habría relacionado al albatros más bien con Coleridge. Formidable: ya tengo qué leer esta tarde.
g
Lo acabo de leer, Guillermo, el caso está buenísimo. Contiene todo lo que hemos estado discutiendo, el copy-paste descarado, el bolo alimenticio teórico que podría salvarlo, las buenas maneras en literatura, pero aderezado con historias de espías, culpas (¡ya no sólo angustia de las influencias!), desórdenes psiquiátricos, confesión. ¡Quiero leer ese libro que prometen publicar en septiembre!
Lo que también llama la atención, e incluso bordea lo inverosímil, es que combina dos de tus frentes de los últimos tiempos: el plagio y los espías. Creo que no sería mala idea mezclar los temas y hacer una novela por entregas; el problema es: ¿cómo superar la historia real del escritor que no quería aceptar que hacía metaliteratura? (Por cierto, estuve a los 13 o 14 años en casa del «Palmerita»; uno de sus hijos iba en mi salón de clase; obviamente no sabía, creo que él tampoco, que su papá era el mejor agente involuntario del contraespionaje…)
Pero volviendo al punto, la cuestión es que, como Kevin Perromat y otros han hecho ver, desde el primer tratado sistemático acerca del plagio («La disertación filosófica sobre el plagio literario»), se concluye que el rasero último de este tipo de acusaciones (dejando de lado a los jueces y ante la evidencia de que los propios hombres de letras nunca se ponen de acuerdo) es la conciencia del plagiario, sus intenciones últimas* (terreno movedizo por excelencia). Como Avital Ronell dijo al respecto del caso de Rowan, “bien pudo haber acudido a un dream team de teóricos literarios para salir del apuro”, que es prácticamente lo mismo que dijimos Vivian y yo de Alatriste. Ninguno de los dos lo hizo, seguro porque no tenían ni la más remota idea de lo que estaban haciendo. De allí que ahora se merezcan sentir vergüenza y arrepentimiento.
Un saludo
* Al respecto del libro de marras (obra de Reinelius pero que se atribuye a Thomasius, su asesor de tesis), Perromat dice lo siguiente, en un párrafo que ya le había mandado a Aurelio:
«La obra de Thomasius (y de Reinelius) se abría con lo que parece una perogrullada: «el plagio literario es un asunto exclusivo de los hombres de letras», con una consecuencia que no es tan previsible: se trata de un asunto, por lo tanto, que sólo debe ser juzgado por ellos, pues sólo a los autores concierne. Es más, al tratarse más bien de un pecado literario que de un crimen, es, en sí mismo, indemostrable, es decir, inmune a las pruebas y evidencias judiciales. Sólo la conciencia del plagiario sabe que lo es.
La principal conclusión que sacan Thomasius y Reinelius tras trescientas páginas de erudición insaciable es ejemplar. En literatura, de poco sirve establecer una policía o unos tribunales literarios. Lo que urge es una política literaria, lo más severa y totalitaria posible, que se infiltre en las conciencias de los escritores, desde su más tierna infancia; una suerte de adoctrinamiento y vigilancia continuos sobre los comportamientos literarios que progresivamente supriman las textualidades desviadas, las malas filiaciones y las imitaciones perversas. Los instrumentos de los que deberían servirse los pedagogos de la Literatura -y es quizás aquí donde reside la genialidad de la propuesta de Thomasius y Reinelius, anticipándose a los situacionistas de Guy Debord, y más incluso a las propuestas marxistas- pasan por el control de los medios de representación antes que los de producción literaria. Es preciso controlar las ficciones, las imágenes y los símbolos de la Literatura, así como es necesario acuñar los avatares más infamantes y disuasorios de la reproducción incontrolada de lo escrito: difundir los avatares del criminal, hasta que las máscaras queden como únicos rostros posibles de lo prohibido.»
Hay unas fotos del FBI en esta página web en las que se lo ve a Palmerita López y Rivas con la esposa haciendo un «drop» de documentos. Lleva a cuestas a tu amiguito…
http://www.usborderpatrol.com/borderframe1002.htm
El caso de Rowan es similar, sospecho –pues al tipo lo vi un par de veces en la vida– al de SA. Sus ensayos estos sobre la ilusión (refritos de obviedades mezclados con autobiografía tediosa) se parecen mucho a las explicaciones de Rowan sobre por qué plagiaba: la vocación de escritor es suplantada por las ganas de serlo, y el subsecuente desencadenamiento de una patología «mimética», digamos. «It was like I’d given myself the task of writing a novel without the ability», dice Rowan. Es como esos cuates que deciden ser escritores, se compran una montblanc y se sientan a esperar… Y cuando nada llega… pues «chronic plagiarism falls under the rubric of pathological lying, not addiction… the impostor category… someone who pretends to be someone who he isn’t…»
Supongo que eso explica, entre otras cosas, que a Elle Panique le dé «ternura». (No es la primera mujer a la que oigo decir algo similar, por cierto.) Pero a eso hay que agregar otra dimensión: la «política», el lado intensamente mexicano de la gesticulación y que en lugar de acabar bajo ayuda profesional, estos cuates acaben de políticos, líderes, funcionarios…
Ya vi a mi amiguito, Guillermo. No da precisamente ternura…
[…] es plagio, o el verdadero plagio literario no existe. (Esta respuesta, de Aurelio Asiain, sobre una poética de la apropiación es una referencia importante). En esta segunda ronda, una vez a vista pública las abundantes […]