Tramposamente

por aurelio asiain

Comentando la entrada anterior de este blog, Luigi Amara insiste en que todo es plagio. Tramposamente.

No, plagio no es un término genérico: designa, desde que fue acuñado hace veinte siglos por Marcial, una copia fraudulenta y ese carácter ilegítimo lo distingue de la alusión, la cita, la glosa, la paráfrasis, la parodia, el pastiche y otras formas de versión textual. Se entiende que Lautréamont lo usara equívocamente para designar, con ánimo provocador, sus procedimientos de subversión del lenguaje poético romántico (utilizando la poética neoclásica de Josef Gómez de Hermosilla, como mostraron Leyla Perrone-Moyses y Emir Rodríguez Monegal en su Lautréamont austral); pero, propiamente hablando, esos procedimientos no son plagios. El equívoco, ciento cuarenta años después, ha dejado de ser revolucionario para convertirse en un lugar común de las solapas de libros, alimentadas de la retórica de, sí, “un largo etcétera” de escritores, algunos brillantísimos.

Lo que no es brillante es apoyar la afirmación de que esa acepción equívoca “es el uso corriente” arguyendo que “es la que empleó Paz cuando se refiere a las paráfrasis de Villaurrutia como plagios (aunque, claro, para decir que son acusaciones rídiculas)”. Sí, eso dice Luigi: si Paz usa la palabra plagio para negar que sea aplicable, muestra que sí lo es.

Enseguida, para afirmar que Montaigne “encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista”, Luigi cita un pasaje célebre… escatimando las palabras inconvenientes, que restituyo en negritas:

Yo no cuento los préstamos de los que me sirvo, mas los peso. (…) Y son todos, o casi, tan antiguos y de nombre tan conocido que me parece que se identifican bastante bien sin mi ayuda. Entre las razones y las invenciones que he trasplantado a mi terreno y que confundo con las mías, he omitido expresamente el nombre de sus autores, para mantener a raya la temeridad de las críticas apresuradas que se arrojan contra toda suerte de escritos, especialmente si son textos jóvenes y de hombres todavía vivos (…) Quiero que le aticen a Plutarco en mis narices y que se cansen de injuriar a Séneca en mi persona. Debo ocultar mis debilidades bajó el crédito de nombres tan respetables.

Montaigne no hace una apología del plagio: justifica sus paráfrasis arguyendo que omite expresamente la atribución para prescindir del argumento de autoridad —no para borrar la autoría.

El plagio es una operación fraudulenta. También lo es recortar las citas para tergiversar el original, como descalificar los argumentos de un autor atribuyéndole intenciones. Para señalar los plagios de Alatriste “en el afán de oponerse a la designación del premio Villaurrutia”, Guillermo Sheridan tendría que ser vidente, porque lleva años haciéndolo.

¿De veras “no es fácil saber si la apropiación o el plagio se deben a la pereza o a la asimilación fisiológica (ni siquiera en los burdos copy paste de Alatriste)”, cuando los textos copiados provienen de la Wikipedia, de Taringa, de la Red Escolar Ilce? Son ganas de hacerse el tonto.

Pero la falacia central es que afirmar la naturaleza fraudulenta del plagio implica mandar al infierno, ipso facto, a todos los escritores que lo han practicado. En sus minuciosas notas Al margen de El sueño erótico en la poesía de los Siglos de Oro de Antonio Alatorre, el filólogo Antonio Carreira encomia cómo en su comentario “Alatorre no busca eufemismos para el plagio”, cuando refiere los de Quevedo, sino que llanamente los llama por su nombre. Lo cual no lo lleva ni a prescindir de Quevedo ni a emprender, para salvarlo, una apología del plagio, elevándolo a la jerarquía de nombre genérico de todas las formas de transmisión textual entre unos autores y otros.

No habría tenido para qué.