Tramposamente
por aurelio asiain
Comentando la entrada anterior de este blog, Luigi Amara insiste en que todo es plagio. Tramposamente.
No, plagio no es un término genérico: designa, desde que fue acuñado hace veinte siglos por Marcial, una copia fraudulenta y ese carácter ilegítimo lo distingue de la alusión, la cita, la glosa, la paráfrasis, la parodia, el pastiche y otras formas de versión textual. Se entiende que Lautréamont lo usara equívocamente para designar, con ánimo provocador, sus procedimientos de subversión del lenguaje poético romántico (utilizando la poética neoclásica de Josef Gómez de Hermosilla, como mostraron Leyla Perrone-Moyses y Emir Rodríguez Monegal en su Lautréamont austral); pero, propiamente hablando, esos procedimientos no son plagios. El equívoco, ciento cuarenta años después, ha dejado de ser revolucionario para convertirse en un lugar común de las solapas de libros, alimentadas de la retórica de, sí, “un largo etcétera” de escritores, algunos brillantísimos.
Lo que no es brillante es apoyar la afirmación de que esa acepción equívoca “es el uso corriente” arguyendo que “es la que empleó Paz cuando se refiere a las paráfrasis de Villaurrutia como plagios (aunque, claro, para decir que son acusaciones rídiculas)”. Sí, eso dice Luigi: si Paz usa la palabra plagio para negar que sea aplicable, muestra que sí lo es.
Enseguida, para afirmar que Montaigne “encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista”, Luigi cita un pasaje célebre… escatimando las palabras inconvenientes, que restituyo en negritas:
Yo no cuento los préstamos de los que me sirvo, mas los peso. (…) Y son todos, o casi, tan antiguos y de nombre tan conocido que me parece que se identifican bastante bien sin mi ayuda. Entre las razones y las invenciones que he trasplantado a mi terreno y que confundo con las mías, he omitido expresamente el nombre de sus autores, para mantener a raya la temeridad de las críticas apresuradas que se arrojan contra toda suerte de escritos, especialmente si son textos jóvenes y de hombres todavía vivos (…) Quiero que le aticen a Plutarco en mis narices y que se cansen de injuriar a Séneca en mi persona. Debo ocultar mis debilidades bajó el crédito de nombres tan respetables.
Montaigne no hace una apología del plagio: justifica sus paráfrasis arguyendo que omite expresamente la atribución para prescindir del argumento de autoridad —no para borrar la autoría.
El plagio es una operación fraudulenta. También lo es recortar las citas para tergiversar el original, como descalificar los argumentos de un autor atribuyéndole intenciones. Para señalar los plagios de Alatriste “en el afán de oponerse a la designación del premio Villaurrutia”, Guillermo Sheridan tendría que ser vidente, porque lleva años haciéndolo.
¿De veras “no es fácil saber si la apropiación o el plagio se deben a la pereza o a la asimilación fisiológica (ni siquiera en los burdos copy paste de Alatriste)”, cuando los textos copiados provienen de la Wikipedia, de Taringa, de la Red Escolar Ilce? Son ganas de hacerse el tonto.
Pero la falacia central es que afirmar la naturaleza fraudulenta del plagio implica mandar al infierno, ipso facto, a todos los escritores que lo han practicado. En sus minuciosas notas Al margen de El sueño erótico en la poesía de los Siglos de Oro de Antonio Alatorre, el filólogo Antonio Carreira encomia cómo en su comentario “Alatorre no busca eufemismos para el plagio”, cuando refiere los de Quevedo, sino que llanamente los llama por su nombre. Lo cual no lo lleva ni a prescindir de Quevedo ni a emprender, para salvarlo, una apología del plagio, elevándolo a la jerarquía de nombre genérico de todas las formas de transmisión textual entre unos autores y otros.
No habría tenido para qué.
1. Sólo quien quiere tener razón a toda costa se aferraría a decir que la palabra “plagio» no es vaga o polémica. ¿La semejanza, la copia, es de ideas o palabras exactas, es de argumentos o de personajes, es, como en el caso de muchas piezas musicales, de frases enteras? La historia del arte podría englobarse en esa inmensa vaguedad.
Las paráfrasis y las glosas, y todas las técnicas de la así llamada intertextualidad, pueden presentarse como fraudulentas o deshonestas en un contexto polémico donde alguien las quiere leer como plagio. Sin esa intención, creo, para otros lectores pueden pasar por guiños, como debilidades, homenajes o simples manifestaciones de la pereza (o de plano inadvertidas). Si ya nos hubiéramos puesto de acuerdo sobre qué es «ilegítimo» hacer en literatura no estaríamos discutiendo. Sobra decir que aquí tramposamente te vales de la vieja falacia de petición de principio, pues das como cierto precisamente lo que está en juego.
2) Paz usa la palabra plagio en el caso de Villaurrutia, y no la deja de usar en otras ocasiones, pero no ve las connotaciones de inmoralidad que se le han querido dar recientemente. Explica, dado el contexto de acusación de plagio, cuál fue el procedimiento de Villaurrutia. Lo que desestima es que eso que el poeta hizo sea grave literariamente, pero no dice, como tramposamente quieres hacer creer, que eso no deba llamarse plagio (sino paráfrasis, por ejemplo, como quizás sería más exacto).
3) Tienes razón: la próxima vez copio el ensayo completo de Montaigne. Más allá de que hay varias versiones de ese párrafo, cité ese fragmento no para ocultar ni tergiversar nada, sino para enfatizar uno de los lados del proceder de Montaigne. Es verdad que, como haces notar, por un lado Montaigne quiere evitar escudarse en la autoridad de los autores antiguos, pero también, por otro lado, quiere que critiquen a Séneca creyendo que lo critican a él. Esto último sólo se conseguiría partiendo de que las citas no puedan reconocerse de inmediato ni son para todos sus lectores transparentes. Aquí, no sin astucia, citas un poco más en extenso el texto de Montaigne para llamarme tramposo y hacer creer que esa segunda intención de enmascaramiento (y de emboscada tendida a los pedantes) no la tenía.
4) No es que Sheridan sea vidente, como tramposa o socarronamente indicas. Si en este caso se armó el alboroto por el premio Villaurrutia, antes (por ejemplo con el mismo Alatriste, años ha) sus acusaciones respondían, presumo, a diferencias estéticas o políticas que se articulaban alrededor del tema del plagio. ¿Quién se preocuparía de rastrear esas coincidencias textuales y de denunciarlas si no tuviera una diferencia de fondo? Desde mi punto de vista los plagios de Alatriste no son problemáticos por el procedimiento empleado, sino porque los resultados estéticos (y muchas de las fuentes que copia), dejan francamente mucho que desear. Pero eso es otra cosa.
5) Es obvio que Alatriste saqueó el Internet por pereza, para ahorrarse el esfuerzo de redactar o de pensar. Quizá en alguno de esos saqueos había algo más, un arrobo estético, pero es improbable. Señalar que me hago el tonto sobre el asunto es hacerse tramposamente el tonto o haber perdido por completo el sentido del humor.
6) Basta leer la petición de renuncia contra Alatriste que circuló en Internet para advertir en qué puede convertirse la retórica de la inmoralidad referida al plagio: en linchamiento. En esa carta se dice que todo aquel que cita y omite las comillas es un ladrón, no un escritor (tremenda barbaridad que hay que matizar, como precisamente estoy haciendo), por lo que quienes están haciendo la extrapolación para arrastrar en la condena a decenas de escritores magníficos que han copiado sin citar son quienes entienden el plagio de esa manera tan simplista. Aquí tu trampa es la que vulgarmente se conoce como “voltear la tortilla»: acusarme de hacer lo que precisamente están haciendo los linchadores cibernético que critico.
Un abrazo
Querido Luigi: el punto era si la palabra «plagio» es genérica, no si es vaga. Mi entrada anterior alude a esa vaguedad. Paz no la usa como genérica: punto. Si el lector quiere ir a ver el capítulo en cuestión, para confirmar si lo hace en el sentido que ahora alegas, que lo haga. No era el punto, ni hace falta citar más. Nadie pide tampoco que cites entero el pasaje de Montaigne: nomás que no elimines la frase inconveniente. Y así en lo demás.
Un plagio es una copia fraudulenta: eso ha significado la palabra durante veinte siglos. Que la pertinencia de aplicarla a esto o aquello pueda en muchos casos discutirse es otra cosa, y no implica ninguna petición de principio.
Saludos.
Querido japonecio:
El punto importante, desde mi punto de vista, es que el plagio, entendido como la utilización de materiales sin cita de por medio, o como esa licencia o liberalidad para expandir los límites del yo en lo que autoría se refiere, está en todos lados, quizá cada vez más que nunca, y que su cualidad fraudulenta depende más que nada de que alguien levante la ceja (o el índice) para decir que eso es ilegítimo. En el ejemplo de Villaurrutia había un grupo de acusadores que decían que sus paráfrasis eran fraudulentas y las llamaban plagio; Paz dice que no le parece que lo sean y da sus razones. En un sentido podríamos decir que sí eran plagio, pero que estéticamente ese plagio no representa el menor problema; en otro sentido podríamos decir que no eran plagio, sino paráfrasis, con lo que llegamos prácticamente a lo mismo, sólo que evitando llamar a las cosas por su nombre (contraviendo el ejemplo de Alatorre que tú mismo traes a cuento).
Pero en mi comentario inicial citaba la cadena de plagios que estudia Calasso (que va de Stendhal a Baudelaire y comienza con Lanzi), y que en última instancia apunta a una idea de la literatura como «una sinuosa guirnalda de plagios» o más bien, a estas alturas, como una proliferante montaña. Así, más que preguntarse si hubo o no plagio, habría que preguntarse si rindió sus dividendos artísticos, si llevó a enriquecer la perspectiva o a «corregir» –en el sentido de Lautréamont– una idea prestada, si hubo la debida «asimilación fisiológica» para pasar, no tanto inadvertida, sino para integrarse a la respiración del autor, etcétera. El dedo flamígero que encuentra fraudes y estrategias ilegítimas me parece que está de más cuando la obra de marras se sostiene por sí misma, no importa cuánto engrudo haya necesitado. Lo que en la Academia puede ser una falta, en el ámbito del arte puede ser un principio compositivo, y como tal hay que juzgarlo.
Más que armar un alboroto por la coincidencia, palabra por palabra, de un texto en otro, más que hacer un llamado al linchamiento, como muchos hicieron, por «la innegable semejanza», yo más bien preguntaría: ¿y ese copy paste valió la pena, se legitima estéticamente?
Al menos ese es el rasero con la que yo me acerco, por ejemplo, a los textos de Villaurrutia y Novo que han sido acusados de plagio, a los textos de Perec y Burroughs que lo utilizan como técnica de escritura, a las copias y citas veladas de un maestro de la impostura como Vila-Matas, etcétera. Quizá con ese rasero Alatriste no quedaría muy bien parado, pero entonces estaríamos hablando de literatura y no del Ministerio Público.
Abrazo
El punto importante, querido, es no cambiar de discusión a cada instante, como has venido haciendo. Lo que yo dije en mi primera entrada fue que 1) usar plagio en sentido genérico (con el beneficio del aura prestigiosa de lo transgresor) es absurdo, háganlo Calasso o mis alumnos de la universidad; 2) definir los límites borrosos del plagio no compete a una instancia jurídica, pero decir que es la calidad literaria lo que legitima un plagio es una simpleza; 3) hay otros criterios posibles (mostré uno japonés de larga historia) y uno muy importante tiene que ver con la intencionalidad (pero no desde luego con la burrada leguleya de si hubo o no dolo). Es clarísimo que al copiar párrafos de un cronista taurino peninsular Alatriste (o su negro, como insinúa Xavier Velasco) no perseguía ningún fin literario ni obedecía a ninguna estrategia formal ni… nada, tampoco hubiera perdido ni ganado nada con dar el crédito, porque lo suyo era una pieza intrascendente desde la concepción.
Vuelvo a Alatorre. Lo que hace Quevedo —transcribir por ejemplo un cuarteto entero de un soneto de otro poeta, sin decir agua va— es claramente un plagio, de ningún modo una paráfrasis. Que lo que añade enseguida valga la pena no es otro asunto: nada nos llevaría a prescindir del poema, pero tampoco a negar por eso que parte un plagio. El caso de Villaurrutia es menos evidente, pero Umberto Eco por ejemplo diría que claramente se trata de una paráfrasis y no de un plagio, y en época de Quevedo se lo hubiera visto como una imitación. En todo caso hay criterios para decir que no es un plagio, sin decir que dejamos de llamar a las cosas por su nombre.
Pero si sigues insistiendo en que definir claramente lo que es un plagio es apelar al Ministerio Público (mientras que usar genéricamente el término es liberador, irreverente, gozoso y sigloveintiuno) no vamos a llegar a ningún lado.
¡Qué curioso que sientas que cambio de tema cuando yo en cambio siento que nos acercamos al meollo del asunto!
Retomando a Quevedo, creo que convenimos en que sus cuartetas prestadas son plagio, lo cual no obsta para que los poemas puedan valer la pena. Su proceder «ilegítimo» no cancela su valía literaria.
Por su parte, Alatriste (o su apresurado negro) también incurrió en plagio, pero sin artificio ni inspiración, por lo cual ni para qué tomarse la molestia de señalarlo, cosa que sin embargo sucedió, precisamente porque lo que estaba en juego era, presumo, otra cosa.
Para terminar, preguntaría qué estrategias literarias o intertextuales son ilegítimas y, dado el caso, por qué. Opino que, desde el punto de vista estético, prácticamente ninguna, o que, como sucedió con Lautréamont, cuando alguien intenta imponerlas, su misma aura de ilegitimidad hará que alguien se la pase tarde o temprano por el arco del triunfo. Por eso creo, con Calasso, con Lautréamont, con Lethem, con Goldsmith, etcétera, que esos saqueos, esas expansiones del yo, cabe llamarlas «plagio», pero que esa designación no tiene una connotación negativa.
Alatriste, al menos en tanto plagiario, no debió renunciar a su premio. Debió hacerlo por el compadrazgo señalado en la designación de los ganadores, pero eso es otra cosa…
No, no «siento» que cambies de tema: mostré arriba cómo lo haces, por eso puntualicé lo que había dicho al principio, y henos aquí de vuelta. En fin. Dices:
«Retomando a Quevedo, creo que convenimos en que sus cuartetas prestadas son plagio, lo cual no obsta para que los poemas puedan valer la pena. Su proceder “ilegítimo” no cancela su valía literaria.»
Sí, y al revés: su valía literaria no cancela la ilegitimidad del plagio, o no lo hace sino cuando esa «valía» supone desde el principio (no solo el final) una transformación, donde lo copiado se vuelve original de otro modo.
El plagio es fraudulento en esencia. No porque implique dolo, no porque saque provecho material, no porque dañe al autor original, sino porque simple y llanamente le hurta el reconocimiento (no la fama: el reconocimiento). Si a un poema determinado le tocó en suerte haber sido escrito por, digamos, Luigi Amara, sería fraudulento que yo, tras leerlo en un pasquín jalapeño, lo entregara firmado con mi nombre a una modesta revista de, digamos, la asociación salvadoreña de Hokkaido, por más que no hubiera más afectación que la de buena fe de un improbables lector de dudosa competencia.
Que Alatriste se pase por el arco del triunfo el reconocimiento de la autoría de los párrafos de otros colegas para nutrir sus notas y los publique en una revista universitaria es también fraudulento. Que lo haga repetidamente (no en sus novelas, donde cabe alegar un «propósito superior» aunque frustrado, sino en artículos sin mayor gloria) es grave.
Sí: es el aura de ilegitimidad lo que le da encanto al uso genérico de la palabra plagio. Pero no es solo un aura.
Puesto que hay muchas formas de copiar, sin dar el reconocimiento, cientos de maneras de apropiarse y de hacer injertos estéticos con materiales ajenos, cabe decir que el plagio es un término genérico. La paráfrasis, para algunos, es ilegítima y la llaman plagio; para otros, calcar el argumento es lo inaceptable; hay quienes no toleran ni siquiera un parecido de familia, y desde luego hay quienes encuentran fraudulento el viejo recurso de cortar y pegar fragmentos, hoy tan a la mano. Esas serían las diferentes especies de un mismo procedimiento, cuya gravedad depende en muchos casos del contexto polémico en que se inscribe, del dedo que lo señala o de los tiempos que corren.
Tú mismo has explicado magníficamente la práctica del “hondakori” en la poesía japonesa, que en alguna época fue mal vista y censurada enérgicamente, y en otra época fue muy apreciada y extendida. En los tiempos en que se rechazaba, seguramente había otros tantos Sheridans con kimono que tenían antenas especiales para detectar los préstamos; después esas prácticas ilegítimas se impusieron en cuanto estuvo claro que enriquecían el poema de base y lo llevaban, como dices, hacia una nueva originalidad. Tal vez —pero de esto tú sabrás más—, cuando se censuraba era debido a cierto halo de plagio, a que la transformación creativa no se consideraba suficiente para arrogarse la autoría, a que esas transformaciones no eran reputadas, en una palabra, como meritorias. Después el carácter problemático de esa práctica se desvaneció y, puesto que no había escándalo, los Sheridans con kimono se fueron a sus casas o se dedicaron tranquilamente a la apreciación literaria.
Cuando Calasso, por ejemplo, dice que Stendhal plagiaba a Lanzi y Baudelaire a Stendhal, no parece que haya un sesgo de censura en sus palabras ni que le parezca fraudulento. Otro tanto, creo, podría decirse de los plagios de Quevedo que Alatorre llama por su nombre. Ambos usan la palabra plagio, quizá porque en esa guirnalda de saqueos se “copia en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. El punto importante es que si nos atenemos a la definición de la RAE, que aun en su enorme vaguedad puede sernos útil para no seguir con la cantinela de que cambio de tema, no se percibe tampoco censura ni tufo de fraude y ni siquiera gravedad. Su origen romano y su cercanía con el acto de la privación de la libertad, y desde luego determinado uso a lo largo de los siglos hace que quizá nos suene inmoral e inaceptable. Pero no tiene por qué serlo. Incluso podría parecer, a los modernos Lautréamonts, una especie de desafío. Sobre todo si el resultado de esa copia y de esa atribución es estéticamente enriquecedor y lleva los materiales hacia una nueva originalidad.
Si Alatriste copió fragmentos de obras ajenas dándolos como propios, mediante el copy paste y sin el empleo de las comillas, su plagio es escandaloso, a mi modo de ver, sólo porque es burdo y denota más bien pereza, es decir, porque no enriquece gran cosa ni lleva remotamente hacia una nueva originalidad. Lo otro, el dedo flamígero y el consiguiente linchamiento, las acusaciones y las cartas contra el plagio, están de más y se antojan un tanto anacrónicos en cuanto parten de que la copia y la atribución son intrínsecamente deshonestos. Son ejemplo de lo que Harold Boom llama “la angustia de las influencias”, una angustia que lleva fácilmente a la vigilancia y a introducir un sesgo policiaco en la literatura. De allí que, en efecto, aunque te parezca poca cosa, contrarrestar esa angustia como lo hacen Lethem, Goldsmith y Vila-Matas, y antes Perec y Burroughs, y antes Lautréamont y muchísimos más, sea liberador y gozoso y trasgresor.
Por último, diría que el caso extremo pero no infrecuente que propones, en que alguien se apropia de una obra y sólo le cambia el nombre, y que podría ser considerado el ejemplo de plagio por excelencia, es condenable también (más allá, desde luego, de lo que digan las leyes de propiedad intelectual), porque no comporta un enriquecimiento artístico ni lleva la obra a una nueva originalidad, y no tanto por el acto mismo de copiar y suplantar sean inaceptables. Quizá, en determinado contexto, esa obra vuelta a firmar por un advenedizo derive en un enriquecimiento del sentido, lleve a que sea lea de otra manera, con mayor densidad, como una reinvención —el “Pierre Menard” de Borges ronda por aquí, pero también la segunda Monalisa de Duchamp, firmada ya sin bigotes—. Si este fuera el caso, no importa cuán descarado nos parezca el plagio, creo que habría que quitarnos el sombrero y aplaudir.
Dado que me acusaste de tramposo a la hora de citar a Montaigne, creo que no está de más copiar íntegras las dos versiones centrales de ese párrafo —hay más, con ligeras variantes; recuerda que Montaigne corregía y corregía su libro— para mostrar que, en efecto, con la treta de citar un poco más y acusarme de eliminar lo inconveniente, incurres en la trampa de hacer creer que Montaigne no practicaba precisamente lo que se opone directamente y no encaja con tu discurso.
En la edición de Burdeos el párrafo reza así (cito ahora la espléndida traducción J. Bayod Brau, de El Acantilado):
“Así pues, no garantizo ninguna certeza, salvo dar a conocer hasta dónde llega en este momento lo que conozco. Que no se preste atención a las materias, sino a la forma que les doy y a la creencia que tengo al respecto. Lo que arrebato a otros, no lo arrebato para hacerlo mío; aquí no pretendo sino razonar y juzgar. Lo restante no incumbe a mi papel. No pido nada salvo que se vea si he sabido elegir lo que cuadraba exactamente con mi asunto. Y el hecho de que a veces esconda expresamente el nombre del autor, en aquello que tomo prestado, se debe a que pretendo poner freno a la ligereza de quienes se dedican a juzgar de todo lo que se presenta, y, por no tener una nariz capaz de probar las cosas por sí mismas, se detienen en el nombre del artífice y en su reputación. Quiero que escarmienten condenando a Cicerón o a Aristóteles en mí.”
En la versión de 1595, Montaigne sustituye algunas líneas y añade lo siguiente:
“Que se vea, en lo que tomo prestado, si he sabido elegir con qué dar valor o auxiliar propiamente a la invención, que procede siempre de mí. En efecto, hago decir a los demás, no como guías sino como séquito, lo que yo no puedo decir con tanta perfección, ya sea porque mi lenguaje es débil, ya sea porque lo es mi juicio. No cuento mis préstamos; los peso. Y, si hubiese querido valorarlos por su número, me habría cargado con dos veces más. Todos ellos, o casi, son de nombres tan famosos y antiguos que me parece que se nombran suficientemente sin mí. Si trasplanto alguna razón, comparación y argumento a mi solar y los confundo con los míos, oculto expresamente al autor, para poner coto a la ligereza de esas opiniones altivas que se abalanzan sobre toda clase de escritos recientes de hombres aún vivos y en lengua vulgar —ésta admite que cualquiera hable de ellos, y parece demostrar que también la concepción y el designio son vulgares—. Quiero que le den un golpe a Plutarco en mi nariz, y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. Tengo que embozar mi debilidad bajo estas grandes autoridades. Me gustaría que alguien supiera desplumarme, quiero decir por claridad de juicio y por la simple distinción de la fuerza y la belleza de las palabras. Pues yo que, por falta de memoria, me quedo siempre corto distinguiéndolas, por conocimiento de origen, sé muy bien percibir, al medir mi capacidad, que mi terruño de ninguna manera es capaz de ciertas flores demasiado ricas que encuentro sembradas en él y que todos los frutos de mi cosecha no podrían igualar.”
Pero ese párrafo un tanto denso y enredado no es, desde luego el único lugar en donde Montaigne expresa su práctica de ocultar las frases que toma prestadas. En el ensayo “La fisonomía” vuelve a la idea y la suscribe con toda claridad:
“Un presidente se jactaba, en presencia mía, de haber acumulado doscientas y pico citas ajenas en un decreto presidencial. Al proclamarlo, destruía la gloria que le rendían por él. Yo oculto mis robos y los disfrazo. Y si declaro alguno es para ocultar el doble… Y a veces los mezclo y oculto en mi camino con tanta propiedad que se requiere buena vista, y haberlos manejado a menudo, para distinguirlos.”
Está aquí todo: el robo y el disfraz, la apropiación y la imposibilidad de reconocerlos a primera vista. En la variante de 1588 agrega, a propósito de la jactancia citadora del presidente referido:
“Una pusilánime y absurda jactancia, a mi entender, en tal asunto y en tal persona. Yo hago lo contrario y, entre tantos préstamos, me agrada mucho poder ocultar alguno, disfrazándolo y deformándolo para darle un nuevo servicio. A riesgo de dejar decir que lo hago por no haber entendido su uso original, le confiero cierta orientación particular, para que así no resulte completamente ajeno. Como hacen quienes roban caballos les pinto la crin y la cola, y a veces los dejo tuertos; si el primer amo se servía de ellos como bestias de ambladura, yo los pongo al trote, y les pongo con un basto, si servían con silla.”
No es difícil encontrar pasajes parecidos en los tres volúmenes de los «Ensayos», pues era una práctica común en Montaigne, una suerte de “principio compositivo”. Tampoco es díficil hoy, con la ayuda de cualquier edición crítica, ubicar la mayoría de sus plagios, de sus robos disfrazados y de sus préstamos torcidos, pues los eruditos los han rastreado y sacado a la luz. Y aunque Montaigne confiesa y revela de tanto en tanto su proceder, a lo largo de su libro se dedica a hacer alegremente eso que para ti y otros es un fraude muy muy grave: citar sin dar el reconocimiento y además hacer todo lo posible por ocultarlo.
No haces sino insistir en que, puesto que son cambiantes los criterios para decidir qué es plagio, todo ha de llamarse plagio. Es un argumento un poco cómico. Con ese criterio, llamaremos tergiversaciones a todas las traducciones y adulterio a todos los matrimonios.
Ante esos vaivenes hay en cambio otros, como Richard Posner en un librito famoso de 2007, que se han esforzado por aclarar en qué consisten; es decir, cómo se ha modificado la noción de plagio históricamente y por qué, y en qué se diferencia la dominante en nuestra época de las anteriores. Para él, la transmisión de ideas o argumentos y las paráfrasis son distintas de los plagios, y por lo mismo es absurdo considerar plagio a la Lolita de Nabokov, las piezas de Shakespeare o las paráfrasis de Montaigne. Que insistas en quitarle importancia al hecho de que Montaigne declare su procedimiento y sus razones, y pases por alto toda la ironía que hay en el uso de las palabras «hurto» y «robo», no son sino parte del mismo afán simplificador. Pero la versión de 1595 que ahora citas in extenso dice lo mismo: no se trata de hurtar la autoría sino de prescindir del argumento de autoridad. No se trata de plagios.
Por mi parte advierto un afán simplificador en tu lectura de Montaigne cuando no quieres ver que en el mismo párrafo que tanto te importa que se cite in extenso las cuestiones sobre la autoridad están ligadas precisamente a las de difuminar la autoría. Diría, incluso, que una estrategia (no caer en el argumento de autoridad) está estrechamente ligada con la otra (saquear y no revelar el nombre, torcer la cita para que ahora diga lo que Montaigne quiere).
¿No es ese el espíritu utópico del plagio: descreer de la importancia del autor (y de su autoridad), en busca de una borgeana Biblioteca Total en donde sólo cuentan los textos?
La ironía de Montaigne al referirse a su «hurtos» es más que meridiana, pero la leemos, al parecer de modo distinto. No son robos ni hurtos verdaderos, sugiere el tono Montaigne, no son fraudes, porque copiar sin comillas y sin dar el reconocimiento no es grave, sino una manera diferente de entender la escritura, no escolástica ni respetuosa de las buenas maneras que caracterizaban el pensamiento medieval obsesionado con la demostración de tesis. De allí, en gran medida, la originalidad de los «Ensayos».
En eso radica, pienso, nuestra diferencia de fondo: esos hurtos, esos saqueos, no tienen para él una carga moral, y esa ausencia hace que tú insistas en que es justo por eso que no pueden llamarse plagios.
El problema radica en que para ti, querido Aurelio, la noción de plagio es transparente, mientras que para mí es esencialmente polémica. Te preocupa que haya una demarcación incontrovertible de lo que es plagio para entonces mantener un espacio de censura de ciertas prácticas, esto es, para que pueda hablarse de procedimientos de escritura «ilegítimos».
Pero si la caracterización de lo que cabe considerar plagio ha de hacerse desde la historia misma de la literatura (tú mismo has dicho que es «obtuso» acudir a las leyes de derechos de autor para aclararlo), entonces ha de tomarse en cuenta que esa noción se ha transformado con los ejercicios intertextuales, la escritura no-creativa y demás, y que seguirá haciéndolo de cara a la revolución digital. ¿Qué tipo de escritura resulta en un mundo con exceso de copy-paste? Cristina Rivera Garza se hace esta pregunta en su texto reciente sobre el plagio: «Por una estética citacionista» (cristinariveragarza.blogspot.com).
En algunas universidades hay departamentos de Lingüística Forense donde se rastrean plagios y se decide, con la supuesta objetividad de un perito, qué procedimientos de apropiación y copia son aceptables estéticamente. Pero hay muchos estudiosos que consideran que esa disciplina es una «aberración», una estafa intelectual, y que incluso, como Perromat, aconsejan que se destierre por completo el uso de la noción de plagio en literatura (reservándola únicamente a la investigación académica y periodística). Esa misma disputa en los departamenos de lingüística es una prueba, creo, de que la nocíón de plagio no es transparente, sino polémica.
Un abrazo
Polémica, Luigi, no se opone a transparente. La definición de «plagio» es clara: «copia fraudulenta». Que no haya una demarcación nítida entre lo que es plagio y lo que no lo es no invalida la definición. Sufres, como ya dijo Poitevin, el pasmo posmo ante la paradoja de Sorites. Puesto que no puede decidirse cuando un montón se convierte en un montón, deciden que no hay montones o que todo es montón.
Como te repugnan las implicaciones morales de la palabra «fraudulento», y crees que en la práctica literaria nada debe juzgarse reprobable, decides que o bien no hay plagio o bien el plagio no es reprobable y toda forma de copia es plagio. Malo que para ello además tergiverses citas para acomodarlas tu modo. Como con Montaigne. Como con Lautréamont. Como con Perec (que en Kodak no se limitó a copiar linealmente, sino que hizo un collage). O como con Paz (de que la palabra plagio no era neutra hay muchos ejemplos: uno, «Plagio, toga y birrete», contra Trabulse). O con Perromat, que acaba su libro con este parrafo:
«El plagio es una interpretación ligada a la función-autor; parece poco probable, a pesar de los deseos normativos de unos y las esperanzas libertarias de otros, que desaparezca en la Biblioteca Total a la que parece que nos dirigimos».
Por supuesto que parece poco probable.
La definición moral de plagio dice que es fraudulento. La definición neutral, que es la que está en los diccionarios (en la Rae, en el Oxford) no: allí se habla de copiar y de presentarlo como propio.
Está bueno eso del «pasmo posmo»; pero no creo que el problema tenga que ver con la paradoja de Sorites. La paradoja, aplicada a este tema, surgiría si quieres distinguir entre préstamos (legítimos) y plagios (ilegítimos), que si no me equivoco es lo que tú pretendes hacer (en un sentido análogo al de Maurel-Imbert, que exime de la acusación de plagio a todas las obras que exhiben de una u otra forma sus saqueos, que «no esconden la mano»). Yo creo que cuando se da esa copia y esa apropiación cabe hablar de plagio, y que su naturaleza fraudolenta es la que es polémica, la que se construye mediante pugnas literarias entre lo que vale y no vale a la hora de escribir; cuestión, esta última, que cambia históricamente, por lo que aquello que para algunos era ilegítimo puedo no serlo para otros. Es decir, si digo que todos esos casos de apropiación son genéricamente plagios (a la manera de Calasso), es porque su condición problemática (moral) depende del contexto de acusación y censura en el que esa práctica se inscribe, no del acto mismo de copiar sin reconocimiento.
Pero ya que has consultado a Perromat (sospecho que si lo leyeras a fondo no podrías sino discrepar con él), aquí va una cita suya (no tergirversada, jaja), en la que comenta la obra sistemática pionera sobre el plagio:
«La obra de Thomasius (y de Reinelius) se abría con lo que parece una perogrullada: ‘El plagio literario es un asunto exclusivo de los hombres de letras’, con una consecuencia que no es tan previsible: se trata de un asunto, por lo tanto, que sólo debe ser juzgado por ellos, pues sólo a los autores concierne. Es más, al tratarse más bien de un pecado literario que de un crimen, es, en sí mismo, indemostrable, es decir, inmune a las pruebas y evidencias judiciales. Sólo la conciencia del plagiario sabe que lo es.
«La principal conclusión que sacan Thomasius y Reinelius tras trescientas páginas de erudición insaciable es ejemplar. En literatura, de poco sirve establecer una policía o unos tribunales literarios. Lo que urge es una política literaria, lo más severa y totalitaria posible, que se infiltre en las conciencias de los escritores, desde su más tierna infancia; una suerte de adoctrinamiento y vigilancia continuos sobre los comportamientos literarios que progresivamente supriman las textualidades desviadas, las malas filiaciones y las imitaciones perversas.»
Por ello Perromat sugiere que se elimine la noción de plagio de la literatura; no por la vaguedad, no por la paradoja de Sorites*, sino porque es indemostrable desde el punto de vista estrictamente literario. Para mostrar que hubo inmoralidad, habría que penetrar en las «intenciones» del autor, con lo que ya entramos a terreno movedizo, o bien acudir a una instancia judicial, que es justo lo que Thomasisus y Reineilius y Perromat y un largo etcétera, incluido tú mismo, coinciden en que es obtuso, pues determinar lo que es plagio sólo concierne a los hombres de letras.
* Pero esta nueva confusión surge cuando los matemáticos quieren resolver de un plumazo cuestiones de crítica literaria…
Saludos!
Diccionario de María Moliner: plagio «era, entre los romanos, la apropiación de esclavos ajenos, o la compra de un hombre libre a sabiendas de que lo era. Ahora, es el hecho de copiar o imitar fraudulentamente una obra ajena».
Trésor du CNTRL: Plagier: «ARTS. Emprunter à un ouvrage original, et p.méton. à son auteur, des éléments, des fragments dont on s’attribue abusivement la paternité en les reproduisant, avec plus ou moins de fidélité, dans une oeuvre que l’on présente comme personnelle.»
Fraudulentamente. Abusivamente. Está en los diccionarios. Y está en el origen de la palabra: «Plagiator» deriva del griego «plagios» que significa, precisamente, fraude. Eso ha significado la palabra desde el principio, y aun ahora, en el uso común.
Perromat es menos extremo de lo que dices y no discrepo de él («discrepar con» él es lo que haces tú) sino parcialmente: además de que él mismo muestra que Montaigne no es claramente un apologista del plagio, en las conclusiones de su libro escribe lo que ya cité, que debería haber bastado para aclarar su postura, pero poco antes esto:
«El Plagiarismo parece tener más entidad como procedimiento apropiacionista o intertextual extremo (es decir sobre los lìmites prácticos) que como designación de una corriente o movimiento literario concreto. A pesar de que ha sido reclamado explícitamente por distintos movimientos hispánicos e internacionales de la vanguardia poética y artística, y sea posible encontrar intereses e influencias comunes entre todos ellos, el Plagiarismo parece conformar más un horizonte utópico del Arte, que un movimiento coherente o cohesionado.
El «largo etcétera» en que apelas a cada paso no implica, por cierto, que la posición mayoritaria o dominante o consensual sea esa a la que te adscribes. Richard Posner (que es el académico más citado en el mundo) cree, como la mayoría, que se puede distinguir entre lo que es plagio y lo que no. Y no, como tú, que en ningún caso pueda hacerlo y por lo tanto debamos a proceder alegremente a llamar a todo plagio, gozando el aura transgresora del término pero advirtiendo que no hay fraude y contraviniendo el sentido original y el uso milenario del término.
Da un poco de risa que la retórica de las solapas de libros se sienta tan revolucionaria.
Más que con el fraude, en el origen de la palabra «plagio» está la idea de red, de tejido o trama. Obviamente hay cercanía con la trampa y la maquinación (de un secuestro), y es claro que ese tinte abusivo está en el uso común. Pero más allá de la etimología, los diccionarios y las solapas de los libros, lo decisivo es saber si ese sego moral se sostiene (históricamente ha recaído en algunas práticas, luego en otras, quizá no vaya a desaparecer del todo, pero es uno de los polos a los que tiende esa fluctuación, ahora más que nunca). Es claro que hay definiciones morales en algunos diccionarios; la cuestión, que creo que en el fondo es lo que estamos discutiendo, es si ese sesgo se sostiene, si es esencial al concepto o, como dices, prescindir de él es un mero pasmo posmo.
Acabo de consultar lo que opina Perromat sobre Montaigne. Tal vez no diga con todas sus letras que sea un apologista del plagio, pero sí subraya su originalidad citacional (en las antípodas de la tradición escolástica), su afán descontextualizador y utilitarista de los párrafos que hurta, su crítica frontal, en suma, a la institución misma de la cita. También dice que no fue bien recibido su proceder, que lo acusaron de falta de originalidad, de ausencia de mérito y de proceder incorrectamente. O sea de plagio en el sentido fraudelento. Montaigne fue, sí, aunque la palabra te saque ronchas, un trasgresor. Ahora ya no nos parece, creo, ni a ti ni a mí, un plagiario; esa libertad citacional la entendemos como paráfrasis, como apropiacionismo creativo, como una estrategia contra la autoridad y la autoría. Pero en su momento supuso una revolución, enn la que quizá todavía nos movemos.
Si tu posición no está tan lejos de la de Perromat, entonces es posible que algún día coincidamos en cuanto al tema del plagio. La diferencia, hasta hoy, es que tú te inscribes entre los normativos y yo entre los esperanzados (o liusos) libertarios. Al fin y al cabo sospecho que, como preconizaba Borges, y con el maremoto que significa internet, llegaremos a ese punto que defendía tu tocayo Symmachus: «Oratio publicata, res libera est.» O sea al libro total, a prevalencia del texto sobre el autor.
(Por cierto, no es Perec el de «Kodak». Y es interesante no perder de vista la intención fotográfica que subyace al ejercicio de copia de Cendrars.)
No liusos, sino ilusos.
Plagio: palabra «incorporada al Diccionario de la Real Academia en 1869 como una voz de creación culta, tomada directamente del latín plagium, que significaba ‘robo de esclavos ajenos’ y también ‘plagio literario’, como en nuestros días.
Este sustantivo se había formado a partir del adjetivo griego plagios, con el significado de ‘engañoso’, ‘trapacero’, ‘oblicuo’, que provenía, a su vez, de plazein ‘golpear’, ‘descarriar’, que también está en el origen de plaga*.
http://www.elcastellano.org/palabra.php?id=957
*
No es que Perromat «tal vez no diga con todas sus letras que sea un apologista del plagio». Es que no lo dice, y por el contrario se ocupa de definir muy bien su ambigüedad ante la figura autoral.
Borges también era bastante irónico al respecto, contra lo que sugieres. Y de eso también se ocupa Perromat, por cierto, escrupulosamente.
El término plagio deriva del latín plagiārius: «secuestrador», equivalente a plagium: «secuestro», que contiene el latín plaga: «trampa», «red», basada en la raíz indoeuropea *-plak: «tejer». Véase, por ejemplo, en griego: plekein; en latín: plectere, donde ambos significan «tejer». Otras versiones de la raíz son: del griego πλάγιος: oblicuo, engañoso. (Wikipedia)
¿De qué otro modo, sino irónicamente, aspirar a la Biblioteca Total? Por eso es utópica: la literatura como tierra de nadie, donde la propiedad, como decía Proudhon, es el robo.
Borges: «No existe el plagio, toda la literatura es un entramado de citas».
Perromat: «las poéticas modernistas desde Lautréamont han hecho de las apropiaciones explícitas o implícitas uno de los recursos literarios de una actividad escritural que, de todas formas, es definida desde Montaigne como una interglosa infinita. ¿Cómo separar el plagio de los procedimientos adoptados por Joyce (Ulises, Finnegans Wake), Ramón María del Valle-Inclán (Sonatas, Tirano Banderas, La piel del cielo), GeorgesPerec (La vie :
mode d‟emploi), por no mencionar los recurrentes pasatiempos híper e inter-textuales de un cierto Jorge Luis Borges..? A partir de las formas transgresoras de vanguardia,la intertextualidad extrema se difunde en las poéticas contemporáneas, sin que el prestigio o la calidad de las obras (criterio fundamentalmente heredado de laimitatio clásica) puedan ser esgrimidos como parámetros científicos o formalizables.»
Haces bien en consultar la Wikipedia. Échale un ojo al Corominas, que remite, sí, al griego «plágios: trapacero, engañoso».
Y también podrías seguir leyendo a Perromat y llegar hasta aquí, muchacho:
«En el imaginario literario posmoderno, hay una figura de autor que destaca por aparecer regularmente en los textos críticos y por la influencia reconocida por los propios autores. En efecto, Jorge Luis Borges ha proporcionado las ficciones emblemáticas de la Posmodernidad: Aleph, Pierre Menard, La muerte y la brújulaŗ, etc. Los lugares comunes borgeanos presentan los efectos de toda estandarización esperable en la construcción de los topica, «bases» argumentativas y figurativas del discurso. Estos procesos apuntan tanto a una estabilización formal, como interpretativa de los enigmas borgeanos, incluso al precio de la simplificación grosera, cuando no de la tergiversación. La divulgación exige claridad y concesión, con las dosis inevitables de silenciamiento y contradicción, que, en este caso, explican que se haya llegado a adjudicar a Borges posiciones apologéticas extremas del tipo: «Toda la literatura es plagio». En este tipo de afirmaciones subyace una concepción a lo Bajtìn de la Lengua —es decir las obras literarias— como un sistema de citas, que si bien no es enteramente falsa, requiere, como mínimo, algunas matizaciones.
La realidad de las palabras de Borges es siempre más comedida e irónica que la necesidad que sienten sus glosadores de evidenciar la paradójica radicalidad de sus propuestas fabulosas. Tomarlas al pie de la letra es tanto como creer en la existencia física del negro homónimo (que resumo, aunque podría citar literalmente, de manera un poco libre como: «el que escribe es el Otro»), revelado por el propio autor en el textículo «Borges y yo», incluido en El Hacedor. La aporía «toda la Literatura es plagio» procede —si obviamos las fuentes orales (Borges era un gran conversador y conferenciante)— con toda probabilidad del relato Tlön, Uqbar Orbis Tertius, donde se presenta la posibilidad de una distopía idealista, un mundo monstruoso, Tlön, donde la unidad de las ideas sobrepasa los accidentes materiales, con serias consecuencias para los libros y los escritores.»
Esa frase, querido, no está en Borges: es una versión de las palabras del narrador de un cuento de Borges. Que, por supuesto, no es Borges mismo. Como tampoco lo es el narrador de Pierre Menard, según hice notar al principio de esto.
Recomiendo el ensayo, Contra la originalidad, de Jonathan Lethem. Interesantes puntos de vista respecto al plagio.
Estimado Aurelio,
Me sumo a la discusión que mantuvo el año pasado con el Sr. Luigi Amara con respecto al plagio.
Quisiera, en lo posible, conocer su opinión acerca de la relación que existe entre un «autor» y su obra.
1. ¿Considera que, efectivamente, las ideas «pertenecen» (en sentido estricto), a las personas? ¿es lícito afirmar que hay una relación de «pertenencia» entre una idea (entendida como un bien simbólico, inmaterial, intangible), y una persona (física)? ¿cómo puedo instituir derecho alguno sobre algo que dudosamente me pertenezca?
2. ¿Existe una relación «ad aeternum» entre un autor y su obra? ¿Acaso en la obra uno deja parte de sí mismo, algo similar a despojos de sí mismo, y el otro no sería más que un embustero si se valiera o apropiara de esa idea, o de una determinada concatenación de palabras o enunciados? ¿existe el «yo»? ¿o cabe al menos albergar dudas con respecto a la pertinencia de nociones tales como la de «sustancia», «yo» y otras ideas metafísicas afines, que han dado lugar a inmensos debates filosóficos, que continúan hasta nuestros días?
Creo que algunas técnicas enérgicamente reprobadas por ciertos educadores y tildadas de deshonestas, o formas del plagio, como por ejemplo, el uso cada vez más extendido del Copy/Paste en contextos educativos, son lícitas en contextos de aprendizaje, como el escolar o el académico… No ya cuando existe un perjuicio ostensible al autor, en sus derechos económicos y morales.
Me parece, Iván, que caes en la misma confusión que Luigi y tantos otros. Das por sentado que quien dice «autoría» entiende «pertenencia», para luego alarmarte por la identificación que tú mismo has establecido. Enseguida te preguntas si entre el autor y su obra hay una relación permanente y, para alegar que creerlo es ridículo, hablas de despojos. En uno y otro caso, le atribuyes a la postura que criticas creencias y opiniones insostenibles, para luego tumbarlas. No es muy elegante, pero sobre todo no es muy inteligente. Si dejas de identificar autoría con propiedad y pertenencia —confusión en la que nunca he caído– podrías entender que la discusión va por otro lado. Pero para eso tendrías que leer bien.
Honestamente, no coincido con su opinión. Lo que estimo que es poco elegante, y juzgo a todas luces un ardid retórico, rayano en la falacia «ad hominem», es recusar toda idea que suponga una desavenencia con el propio punto de vista como «poco inteligente» o insinuar y atribuir al otro una endeble capacidad lectora o interpretativa. ¿Qué es leer bien? ¿Leer como usted?
El hecho de aseverar que leo o leí «mal» lo dispensa de brindar contraargumentos que puedan impugnar o rebatir lo que escribo. Propende demasiado a la descalificación personal como modo de argumentar. Ora sugiriendo que su adversario tergiversa citas y realiza un manejo tendencioso de las fuentes para brindar apoyo teórico a sus ideas -como le señalaba reiteradamente a Luigi-, ora aduciendo su presunta incompetencia para comprender el meollo de la discusión y encauzarla por donde usted cree que debe encauzarse.
Yo no hablé jamás en mi comentario de las potencialidades del plagio como una «nueva estética», o una estética sui generis, tal como hizo Luigi. Pretendo únicamente que alguien me brinde un argumento convincente (¡ante lo cual cedería encantado!) para demostrarme que las palabras, las ideas, los contenidos mentales, en suma, se hallan inexorablemente ligados a quienes los poseen, y que es factible instituir derechos sobre esa base. Abordar la discusión por otro lado, remitiéndose, por ejemplo, a la etimología de la palabra «plagio» y al sentido que le conferían los romanos, me parece inconducente.
¿Qué es un autor? Si uno lee a Foucault y a ciertos teóricos postestructuraistas, constata que efectivamente hubo quienes intentaron deconstruir la noción de autor. O al menos señalar que se trata de una noción problemática en sí misma. Por extensión el concepto de autoría.
Comprendo cabalmente la diferencia entre «pertenencia» y «autoría», pero resulta que el paso siguiente a reclamar autoría o paternidad sobre una obra, es encuadrar el hecho dentro de un marco jurídico-legal, y sentir que se han vulnerado esos derechos si alguien abreva en la obra y no le otorga el crédito correspondiente.
A mi el plagio me parece, como sostenía Hegel, más una cuestión de «buen gusto» o «buenos modales» que competencia de la crítica literaria o de la justicia. Pero aún así intento vislumbrar los supuestos velados tras una concepción semejante. Qué hay detrás de esa aversión que existe en occidente por la copia. Esto, según tengo entendido, difiere ostensiblemente de lo que ocurre en otras culturas y civilizaciones. ¿Acaso por la preeminencia que adquiere el individuo en nuestras sociedades? Con toda seguridad, usted, que vive o ha vivido en el Japón, tiene muchísimos más elementos para realizar una comparación adecuada al respecto (aunque a menudo se repita hasta el hartazgo que Japón es el país oriental que más asimiló los patrones cultuales y valores occidentales).
Considero, asimismo, que las nuevas tecnologías y el acceso a la información generarán un cambio radical en nuestra concepción de la propiedad intelectual y los derechos de autor. Pero sobre esto hay estudios serios que superan con creces cualquier apreciación personal que yo pueda realizar.
1) Yo no «sugerí» que Luigi tergiversara citas: lo mostré claramente. Decir que lo «sugerí» es, precisamente, tergiversar.
2) Tampoco dije nunca que hablaras del plagio como parte de nueva estética: ¿a qué viene la aclaración?
3) Escribes: «¿Qué es un autor? Si uno lee a Foucault y a ciertos teóricos postestructuraistas, constata que efectivamente hubo quienes intentaron deconstruir la noción de autor». Esa misma frase reconoce a Foucault, y a ciertos teóricos postestructuralistas, como autores.
4) Hay, desde luego, muchos sentidos en los cuales la noción de autor es problemática; o, más bien, muchos sentidos en los cuales relativizar la noción de autor es fecundo. Lo planteó antes que Foucault y con más gracia Borges («No sé quién de los dos escribe esta página», en Borges y yo, por ejemplo); también con más inteligencia, porque nunca olvidó que en otros muchos sentidos la noción de autor es inalienable («El ‘mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges»: Nueva refutación del tiempo). No es incoherente que, alarmado, le planteara en una ocasión a Bioy iniciar una demanda por plagio.
5) Sí, en cierto sentido, el autor de un texto es siempre colectivo; sí, en cierto sentido, el autor de cualquier texto es el lenguaje mismo. Pero fascinarse con esas ideas y pasar de postular la inexistencia del autor a asumirla como dogma es una tontería (harto frecuente, ya lo sé, y disculparás que llame a las cosas con su nombre). La autoría es inalienable porque es un acontecimiento, un hecho que ocurre en el mundo una única vez: alguien hila unas palabras por escrito sobre una página. Hace eso como hace otras cosas: mueve una silla de lugar, vacía un arma sobre una víctima y la mata. Por más que muchos repitan como un mantra la frase de Nietzsche, a ningún abogado se le ha ocurrido decirle al juez y a los jurados que «no hay hechos, solo interpretaciones», y que por tanto el acusado no es responsable de nada.
6) En Japón el plagio es una práctica censurable desde siglos antes del encuentro con Occidente. En el más importante tratado sobre Renga, del monje «Shinkei» (Sasamegoto, 1464) hay un capítulo, el 29, dedicado al tema.
1) Concesión hecha, por el momento. Necesitaría releer íntegramente los comentarios para apreciar si efectivamente quedan demostradas sus tergiversaciones. Tal vez sea evidente que lo haya hecho. Pero entiendo, asimismo, que en ocasiones es complejo determinar objetivamente qué lectura o interpretación es más fiel o literal, porque a veces existe ambigüedad en la misma fuente. No digo que éste sea el caso. Pero es bien sabido que el ejercicio mismo de exégesis o hermenéutica de los textos es harto complejo y da lugar a múltiples desavenencias. Para prueba, la historia de las religiones: si fuera tan sencillo determinar objetivamente qué interpretación es más literal y cuál tergiversa, no existirían católicos, luteranos, calvinistas, presbiteranos, y un largo etcétera… todos arguyen que el otro es quien tergiversa y se aparta de la recta interpretación. Pero tampoco pretendo oficiar de defensor de Luigi Amara.
2) La aclaración viene a cuento de que mi interés en este tema es diferente al de Luigi. Es cierto que en ningún momento me atribuís (te trato de “vos”, porque soy argentino) el parecer suyo respecto al plagio como “nueva estética”. Pero me advertís que “caigo en la misma confusión” que él y tantos otros. Puede ser que comparta sus puntos de vista, pero a mí no me interesa opinar acerca del plagio en las artes, sino en los distintos niveles de educación y formación de las personas. Por eso la aclaración. Ciertamente, en la literatura me parece más indefendible (más aún que en las artes plásticas) pero en situación de aprendizaje tiendo a ser indulgente. Coincido, al respecto, con lo que opina Umberto Eco en este artículo: http://www.iesgrancapitan.org/blog05/?p=61
Como docente, hay factores que tiendo a sopesar, procurando ser en lo posible comprensivo cuando un alumno copia información de la red y no cita la fuente, más allá del hecho objetivo del fraude. Yo pienso que ese juego, esa impostura, esa “usurpación de identidad”, esa mentira del alumno que procede de manera fraudulenta, es en verdad un paliativo ante su inseguridad personal; expresa ante todo la necesidad de guarecerse ante las propias dudas y vacilaciones; de refugiarse tras algo que esté objetivamente “bien”; de disfumar su identidad, que aún se está cimentando; de mitigar o erradicar sus taras; de negarse a sí mismo, lo cual le permite tomar distancia entre sí mismo y un mejor modo de hacer las cosas… y estimo que ése es el punto de partida del aprendizaje. Porque también es sano infravalorarse intelectualmente. Es incluso sensato. Claro que en muchos casos el alumno también lo hace por desidia o falta de interés por la asignatura.
3-5) No niego que existan los autores. Tampoco me interesa extremar o forzar el razonamiento hasta ese punto, en el cual es lícito dudar absolutamente de todo. No es mi intención. Sí lo es señalar que se trata de una categoría compleja (la de autor).
Alfred Whitehead solía decir que la filosofía occidental no es más que una nota a pie de página de Platón. Mencioné en el comentario anterior la opinión de Hegel sobre el plagio; pero, por ejemplo… ¿es concebible Hegel sin Heráclito y cierta tradición del neoplatonismo, que comienza con Plotino y culmina con Meister Eckhart? Tal vez sus predecesores hubiesen juzgado una cuestión de “buen gusto” o buenos modales evitar la petulancia, los exabruptos del orgullo, las ínfulas de megalómano extasiado de un Hegel que ostentaba la íntima convicción de ser el corolario de la historia. Análogamente, ¿es concebible Borges sin Whitman, sin Stevenson, Kiplin, Chesterton, Lugones, Schopenhauer y tantísimos otros? No digo que se trate de plagios… pero hay algo, algo del orden de la asimilación del legado del otro; algo que se hace propio, que se hace carne. Tal vez esto obedezca al mentado mecanismo de asimilación del que hablaba Piaget y la escuela de Ginebra. Creo que Luigi aludió más arriba a cierta “asimilación fisiológica”. La expresión me parece afortunada. Tal vez el plagio sea la expresión más torpe o burda de ese afán por querer ser como el otro.
Recuerdo que Borges mencionaba, a propósito de Ralph Waldo Emerson, que éste adoptaba -como muchos individuos desdichados- una suerte de monismo ontológico que le procuraba cierto regocijo existencial: la íntima convicción de que, en definitiva, “todos somos uno”. Eso le permitía, en su opinión, encontrar sosiego o solaz ante los problemas de la existencia; olvidarse de sí mismo por un instante. Tal vez otros individuos desdichados, a la espera de fundirse nuevamente con el polvo de estrellas y los elementos de la tabla periódica, no juzguen tan inmoral tomar como propio lo ajeno, precisamente, por esa convicción de que todos somos uno. (Argumento del “plagiador místico”).
6) En China hay un gran problema con el plagio en los trabajos de estudiantes universitarios y en las publicaciones científicas. He leído varios artículos al respecto, y en general los investigadores convienen en que esta supuesta “epidemia” hunde sus raíces en una mayor tolerancia cultural. Para encontrar esos artículos debería desempolvar los anaqueles de mi hemeroteca virtual, labor que me excede mis posibilidades y mi paciencia. Pero GIYF, como se suele decir, y tal vez algo se puede sacar de todo esto: /china+plagiarism+problem
Saludos.