El blog de Aurelio Asiain

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CARPAS

Estaba eligiendo verduras en el supermercado cuando se acercó.

—Hola. Mucho gusto. Soy Hanako, la vecina de arriba.

—Ah, nos hemos visto antes. Soy Adriana. Mucho gusto.

—Vivo con mi marido. Él habla un poco de español, porque ha viajado mucho por América Latina. Es médico. Yo soy bailarina, y doy clases de danza. Perdona que no me haya presentado antes.

—No, no, está bien. Yo debí hacerlo.

—¿Puedo poner una carta en tu buzón?

—Sí, claro.

Al otro día recogí un sobrecito de papel de arroz, como la hoja cruzada de unas cuantas líneas a mano, en letra muy clara y uniforme, que tal vez  habría escrito con una hoja rayada debajo.

“Espero que la humedad del verano no les haya resultado insoportable. Es pesada también para nosotros, pero el verde de los árboles es intenso, y pronto empezará a refrescar. Ya verás qué bonito es el dorado de los ginckos de la avenida. Me alegró que cambiáramos ayer unas palabras, y quisiera que conversáramos más. Te telefonearé esta tarde, a la una.”

A la una en punto sonó el teléfono. Hanako se disculpó por la intrusión y me preguntó si tendría tiempo para una taza de té más tarde. Quedamos a las cinco.

El té era de Uji. Lo había cultivado su familia durante siglos y era el único que bebía. “Por lo menos hay algo que sé cómo sabía en la lengua de mis antepasados.”

Me acostumbré a que, unos minutos después de salir de su casa, o ella de la mía, sonara el timbre del buzón de mi teléfono celular para anunciar siempre el mismo mensaje: “Hay un sobre en tu buzón”. Era un mapa del lugar en que nos encontraríamos al día siguiente.  Normalmente indicaba un café cerca de una estación de metro pero al que rara vez entrábamos. “Estamos un poco justas de tiempo”, decía, aunque siempre llegué puntualmente, y nos dirigíamos a la estación.

Un día sí nos detuvimos en el café. Quería prevenirme. Íbamos a visitar a Katsunori, pero había olvidado que ese día era aniversario de la muerte del abuelo, y tendríamos que pagar respetos ante el altar. ¿No me importaba? Siempre era un poco triste.

Pero Katsunori nos recibió con bromas, como siempre, y entre bromas, después de charlar un poco, nos invitó a saludar al abuelo. Ante el altar dejamos de sonreír, pero al ponerme de pie me animé a preguntarle algo que siempre me había intrigado.

—Y esas botellotas de sake que ponen en la ofrenda… ¿no te cuesta tirarlas?

—¿Cómo tirarlas?

—Sí, que sean solo para el muerto.

—¿Solo para el muerto? ¿Y los muertos no son generosos? ¿Crees que les gusta beber solos? Venga, vamos a acompañarlo…

Bebimos en silencio. Al servirme la tercera copa le pregunté por el anfitrión. Pero no me dijo nada.

—Era muy discreto. No creo que le guste que hablemos de él. No te sientas obligado. Mejor préstame ese aparato absurdo que usas —el teléfono celular: Katsunori dice que prefiere ir a tocar la puerta, aunque quede a cien kilómetros, pero siempre aprovecha los teléfonos de los demás—.

Quería llamar a un amigo del abuelo, solo para saludarlo, y decirle que no se olvidara. “Tiene que venir a verlo. No sé lo que quiera decirle.”

Hanako, mientras tanto, había salido al jardín con la mujer de Katsunori. Intentaban mostrarles los niños —tenían seis y siete años, si mal no recuerdo—  las constelaciones, pero ellos estaban más interesados en los peces del estanque. Tengo una fotografía, que tomé con el celular, de Hanako señalando al cielo con la vista en alto, mientras uno de los niños, de su mano, mira al estanque donde una carpa asoma la cabeza y abre inútilmente la boca.

Resultado de imagen de 鯉 北斎

EL RUMOR

Avidez de lo oscuro, ciega lengua
de todos y ninguno, voz de nadie
entre la muchedumbre del mercado
y en cenas largas de manteles blancos,
vanidad de los justos, mercancía
de los ociosos, vino del banquete,
alimento de fieras enjauladas,
fruta podrida, pan de alumbre, agua
de manantiales turbios, escaldada
garganta del rencor, voz del desierto
y alegría feroz de los amigos,
lumbre de condenados, mordedura
que devora a las viejas en el quicio,
hambre de los vencidos, sueño inquieto
de los que duermen dándose la espalda,
ansia de cada día, incertidumbre
y avidez de lo oscuro, ciega lengua
en torno del cadáver en la pira,
lepra de las palabras, voz cundida
de negrura, espesura de la tinta,
escribir es mirar con el rabillo,
todo se cuela por los márgenes
del número, en la orilla huele a yodo
y a maderas podridas, lo que vuelve
con la marea es siempre tan oscuro,
qué nos llama a lo lejos imantando
esta lengua de negros y de esclavos,
sudor de las galeras, lodazales
y mosquitos la noche interminable
del desembarco, todos extendemos
la frontera imprecisa de este imperio,
avidez de lo oscuro, ciega lengua.

Aurelio AsiainRevista Vuelta, número 203 –  Octubre de 1993 

Metamorfosis de los labriegos licios

Ovidio, Metamorfosis VI, 313–352

Tiemblan ante la cólera divina las mujeres
y los hombres, y todos con fervor nuevo vuelven
al culto de la diosa que parió a los gemelos,
y a contar por los hechos recientes los pasados:
«En los fértiles campos de Licia unos labriegos
negando a la deidad hallaron su destino.
Es una historia oscura, de rústicos innobles,
mas dio fama a un pantano que mis ojos han visto;
pues una vez mi padre, ya mayor para el viaje,
allá por unos bueyes me envió con el auxilio
de un guía del lugar. Recorriendo esos pastos
llegamos ante un lago y en su centro advertimos,
negro por el hollín de muchos sacrificios,
un viejo altar rodeado de cañas temblorosas.
“A ti me acojo”, dijo tímidamente el guía,
y yo imité su trémulo murmullo: “A ti me acojo”.
Pregunté si era ara de Náyades o Fauno
o de un dios del lugar, mas me aclaró mi huésped:
“No es de un dios de los montes, joven, este santuario:
es de aquélla que un día la consorte del rey
arrojó de este mundo y a la errática Delos
se acogió suplicante cuando la isla flotaba.
Allí en una palmera debajo de un olivo
recostada dio a luz Latona a sus gemelos
contra la voluntad de la madrastra. Dicen
que huyó de allí y de Juno con los recién nacidos
númenes en los brazos. Y que el sol abrasaba
los confines de Licia, tierra de la Quimera,
cuando llegó a esos campos, extenuada y sedienta,
y agotados los pechos por los ávidos hijos.
Vio por suerte en el fondo de un valle un lago escaso
junto al cual recogían mimbres los campesinos,
y juncos, y esas ovas gratas a los pantanos.
La hija del Titán se acercó hasta la orilla,
y ya a beber el gélido licor se arrodillaba
cuando la turba rústica se opuso. Así les dijo:
“¿Me prohíben el agua que todos compartimos?
No hizo el sol ni el aire privados la Natura,
ni las ondas ligeras: vine a públicos bienes
y aun así suplico. No vinimos aquí
para bañarnos, ni a lavar los cansados miembros,
sino a aliviar la sed. Tengo seca la boca
y dura la garganta, de voz este hilo apenas.
Un sorbo para mí sería como néctar
y en el agua la vida me darían. ¿No mueven
a ninguno los brazos que mis niños extienden
desde mí?” Y así era, y habrían conmovido
a cualquiera las tiernas palabras de la diosa.
Pero no a los que insisten en la veda, y añaden
amenazas si no se marcha lejos, e insultos.
Enturbian además con los pies y las manos
las aguas y remueven aquí y allá los limos
blandos del fondo con malvados brincos. La ira
ciega entonces la sed, y la hija de Ceo
ya no suplica a los indignos, leves palabras
ya no dice la diosa, que alza al cielo las palmas
y anuncia: “¡Habitarán ya siempre este pantano!”
Por divino designio se gozan ya en el agua:
ya en la cóncava fosa se sumergen; ya nadan
en superficie, al aire sacando la cabeza;
y tan pronto se sientan a orillas del pantano
como brincan al agua de regreso. Sus lenguas
se traban en disputas y pierden la vergüenza
e intentan maldecir aun bajo las aguas.
Un ronquido les infla la grosera papada,
la propia algarabía les ensancha la boca,
la espalda y la cabeza son una y nada el cuello:
verdoso el espinazo, blancuzco el gordo vientre,
en el fango del fondo brincan las nuevas ranas».

* * *

Hice esta versión en noviembre de 2009, para una antología que duerme el sueño de los justos en un par de editoriales, y la publiqué en este blog abandonado. Me hicieron entonces volver sobre el pasaje la versión de Ana Pérez Vega y una interpretación originalísima de James J. Clauss. Tuve enfrente la versión inglesa de Sir Samuel Garth, John Dryden, et al. Me fueron muy útiles las minuciosas notas de William S. Anderson en su edición de Ovid’s Metamorphoses Books 6-10 y entre otras esta página que da la traducción de cada palabra del texto. No tengo a mano la versión de Bonifaz Nuño. Sí, siempre, la de Sepan Cuantos que prologó Francisco Larroyo y no sé quién hizo y se lee con mucho gusto.


Tum vero cuncti manifestam numinis iram
femina virque timent cultuque inpensius omnes
magna gemelliparae venerantur numina divae;
utque fit, a facto propiore priora renarrant.
e quibus unus ait: ‘Lyciae quoque fertilis agris
non inpune deam veteres sprevere coloni.
res obscura quidem est ignobilitate virorum,
mira tamen: vidi praesens stagnumque locumque
prodigio notum. nam me iam grandior aevo
inpatiensque viae genitor deducere lectos
iusserat inde boves gentisque illius eunti
ipse ducem dederat, cum quo dum pascua lustro,
ecce lacu medio sacrorum nigra favilla
ara vetus stabat tremulis circumdata cannis.
restitit et pavido «faveas mihi!» murmure dixit
dux meus, et simili «faveas!» ego murmure dixi.
Naiadum Faunine foret tamen ara rogabam
indigenaene, dei, cum talia rettulit hospes:
«non hac, o iuvenis, montanum numen in ara est;
illa suam vocat hanc, cui quondam regia coniunx
orbem interdixit, quam vix erratica Delos
orantem accepit tum, cum levis insula nabat;
illic incumbens cum Palladis arbore palmae
edidit invita geminos Latona noverca.
hinc quoque Iunonem fugisse puerpera fertur
inque suo portasse sinu, duo numina, natos.
iamque Chimaeriferae, cum sol gravis ureret arva,
finibus in Lyciae longo dea fessa labore
sidereo siccata sitim collegit ab aestu,
uberaque ebiberant avidi lactantia nati.
forte lacum mediocris aquae prospexit in imis
vallibus; agrestes illic fruticosa legebant
vimina cum iuncis gratamque paludibus ulvam;
accessit positoque genu Titania terram
pressit, ut hauriret gelidos potura liquores.
rustica turba vetat; dea sic adfata vetantis:
‘quid prohibetis aquis? usus communis aquarum est.
nec solem proprium natura nec aera fecit
nec tenues undas: ad publica munera veni;
quae tamen ut detis, supplex peto. non ego nostros
abluere hic artus lassataque membra parabam,
sed relevare sitim. caret os umore loquentis,
et fauces arent, vixque est via vocis in illis.
haustus aquae mihi nectar erit, vitamque fatebor
accepisse simul: vitam dederitis in unda.
hi quoque vos moveant, qui nostro bracchia tendunt
parva sinu,’ et casu tendebant bracchia nati.
quem non blanda deae potuissent verba movere?
hi tamen orantem perstant prohibere minasque,
ni procul abscedat, conviciaque insuper addunt.
nec satis est, ipsos etiam pedibusque manuque
turbavere lacus imoque e gurgite mollem
huc illuc limum saltu movere maligno.
distulit ira sitim; neque enim iam filia Coei
supplicat indignis nec dicere sustinet ultra
verba minora dea tollensque ad sidera palmas
‘aeternum stagno’ dixit ‘vivatis in isto!’
eveniunt optata deae: iuvat esse sub undis
et modo tota cava submergere membra palude,
nunc proferre caput, summo modo gurgite nare,
saepe super ripam stagni consistere, saepe
in gelidos resilire lacus, sed nunc quoque turpes
litibus exercent linguas pulsoque pudore,
quamvis sint sub aqua, sub aqua maledicere temptant.
vox quoque iam rauca est, inflataque colla tumescunt,
ipsaque dilatant patulos convicia rictus;
terga caput tangunt, colla intercepta videntur,
spina viret, venter, pars maxima corporis, albet,
limosoque novae saliunt in gurgite ranae.»‘

ROBIN ROBERTSON: La casa de la Envidia

Giotto, Cappella degli Scrovegni, Padova

LA CASA DE LA ENVIDIA

a partir de Ovidio

En un hondo barranco, resguardada
del sol y el aire y de sus vientos,
está la casa de la envidia:
sucia de podredumbre,
rodeada de tinieblas
y un frío amargo, un vendaje de niebla
sin fin corre a lo largo de sus muros.
La diosa una vez golpeó la puerta
con el extremo de su lanza
y la puerta se abrió, mostrando dentro
a la Envidia atareada en su comida:
esa carne de víboras
con que alimenta su veneno.
La diosa tembló al verla.
La criatura se levantó —las pieles
y las cabezas de serpientes
resbalaron de su regazo—
y cojeó lentamente
hacia la puerta
donde vio a su visita:
una armada belleza, y retorciéndose
con un gemido espeluznante
se apartó de la luz.
Pero podía verse claramente:
sin sangre, retorcida la mirada
y con baba goteando
de su boca colgada.
Dicen que sólo sonreía
al ver el sufrimiento, y que la idea
de la felicidad bastaba
para quitarle el sueño: se la come
y la desgasta.
Royendo a otros, royéndose a sí misma,
es su propio tormento.
“Con tu bastón de zarzas y de espinas
disfrázate de nube
y haz tu tarea”
—la diosa dio la orden y empezó
a morderse la boca.
“Pisotea las flores y marchita la hierba,
plaga los bosques
y pon tu mácula en el mundo.
Aquí está el nombre. Instila tu veneno”.
Dicho lo cual, la diosa presionó
su lanza fuertemente contra el suelo
y ascendió al aire altísimo de un salto.

ROBIN ROBERTSON
Versión de Aurelio Asiain.
El original, en Hill of Doors.

LA ANUNCIACIÓN

A partir de Fra Angelico

Llegó desde el jardín, sin dejar sombra,
sin hollar el rocío.
Se sostienen la vista mutuamente
en perfecto equilibrio: todo fluye
hacia este instante que se va, fluyendo.

Una palabra pondrá la semilla
de la vida y la muerte,
la sombra que caerá en esta muchacha,
la emplumada penumbra.
Pero aún no: aún no del todo.

¿Cómo recordará el silencio
de ese instante sin término?
¿O el final, cuando todo comenzó
—la primera de siete alegrías
antes de las siete penas?

Recordará la reverberación,
porque no es más que humana.
Un día
despertará con alas, o sabiendo
que las tuvo porque las ha perdido.

ROBIN ROBERTSON / a. a.

El original, con la lectura del propio Robertson, aquí.

Anthony Hecht: UNA COLINA

En Italia, donde estas cosas pasan,
tuve una vez una visión —se entiende:
no como las de Dante, no la visión de un santo,
quizá ni una visión de veras. Con mis amigos
curioseaba en la plaza soleada
muy de mañana. La greca nítida de sombras
de las grandes sombrillas cubría el pavimento:
bajíos relucientes en que anclaba la breve
armada de carretas. Libros, monedas, mapas,
paisajes burdos, feas estampas religiosas,
todo en venta. Colores, ruidos,
manos al vuelo: gestos exultantes;
aun el regateo
cual verbosa piedad subía hasta el oído.
Y entonces ocurrió: todo calló de pronto,
y oscureció; los carros, la gente y el mismísimo
gran Palacio Farnese, con todo y tanto mármol,
se hicieron aire. En su lugar había
una colina ocre pelada. Cuánto frío
hacía, casi helaba, con presagios de nieve.
Como viejos herrajes, los árboles: chatarra
junto a un muro de fábrica. No había viento y no hubo
más sonido en un rato que el crujido levísimo
del hielo que mis pies quebraban en el lodo.
Vi un pedazo de cinta enredado en un seto,
no otro signo de vida. Y luego oí
como el trueno de un rifle. Un cazador, pensé:
no estaba solo, al menos. Pero entonces llegó
el golpe, suave, como de papel,
de una gran rama que caía no sé dónde, invisible.
Y fue todo, a excepción del frío y el silencio
que, como la colina, se anunciaban eternos.
Resurgieron los precios, y los dedos: fui devuelto
al sol y a mis amigos. Pero por más de una semana
me aterró la amargura pelada que había visto.
Hará diez años ya de todo esto
y no me preocupó hasta que hoy, por fin,
recordé esa colina: está justo a la izquierda
del camino que sale de Poughkeepsie, y de niño
pasaba horas mirándola en invierno.

Versión de Aurelio Asiain

***

La lectura de Dante me recordó este poema, que traduje hace casi veinte años para la revista Paréntesis. Es uno de los mejores de Hecht, en mi opinión. Me gusta la delicada ironía de la primera línea: “In Italy, where this kind of things can occur”, el lugar común de que en Italia pueden ocurrir cosas extraordinarias —piensa uno en el síndrome de Stendhal, pero también en las promesas de un folleto turístico—, y el ritmo suelto, como desaliñado, de los versos irregulares que una y otra vez se encabalgan, reproduciendo en su andadura el deambular de unos turistas en la plaza. Me gusta también la analogía entre el acontecimiento del poema puesto en perspectiva —una visión “nothing at all like Dante’s”— y las chucherías de la plaza: como si la visión de un turista fuera también oferta de un mercado de pulgas. Y en el centro del poema, dividiéndolo en dos, esta observación: “The colors and noise Like the flying hands were gestures of exultation, So that even the bargaining Rose to the ear”. De un lado quedan el sol intenso de la plaza, el paseo despreocupado, la calidez de los amigos, y del otro la amargura pelada de un recuerdo súbito que borra la plenitud presente. Al final, las dos imágenes quedan sobrepuestas: sí, estas cosas pasan en Italia.

Akutagawa retrata a Tanizaki

 

Entre febrero y julio de 1927 Akutagawa y Tanizaki se enfrascaron en una célebre polémica, la más comentada quizá de la literatura japonesa moderna y contemporánea, sobre la primacía de la trama (Tanizaki) o de la intensidad poética (Akutagawa) en la novela. Akutagawa, que había iniciado la discusión, fue también quien la interrumpió, con su suicidio, el 24 de julio de 1927. Me parece que la viñeta que traduzco aquí alude con irónico afecto a esa polémica. Lo que el narrador observa con fascinación es un nudo —una trama— pero no le fascina el nudo mismo sino su color encendido, que es lo que seduce también a los demás. Que yo sepa, la página no ha sido traducida. Esta versión es provisional: no sé si la corbata a que se refiere Akutagawa es eso o más bien una suerte de lazo (pero mi perplejidad la comparten los lectores japoneses). Vale aclarar que Kanda y Jimbôcho son la zona y el barrio de librerías de segunda mano de Tokio.
Cuando se publicó la traducción japonesa de Los nombres del aire de Alberto Ruy Sánchez la polémica no dejó de ser mencionada por los críticos. Así que, aún dudando de la clase de nudo de que se trata, me he animado a traducir el retrato, hoy que cumple años Alberto.

EL SEÑOR JUNICHIRO TANIZAKI

Una tarde de principios del verano fui con Tanizaki a curiosear a Kanda. Ese día, Tanizaki vestía un traje negro con un lazo rojo. Una corbata magnífica que simbolizaba, me parece, el espíritu mismo del romanticismo. No era yo el único al que le causaba esa impresión. Lo mismo le parecía, era claro, a quienes pasaban, hombres lo mismo que mujeres. No había uno solo que dejara de fijarse en la cara de Tanizaki. Y sin embargo, por más que uno lo dijera, Tanizaki no lo admitía.

—¡Te miran a ti! ¡A ti, con ese abrigo de viaje!

Yo llevaba, es cierto, el sobretodo de viaje de mi padre, que había tomado prestado, en lugar de mi abrigo de verano. Pero era un sobretodo que usaban el maestro de la ceremonia del té y el sacerdote del templo de mi familia. No podía llamar la atención de la gente como ese nudo extraordinario que parecía una rosa solitaria. Pero Tanizaki, como yo, no tiene mayor respeto por la lógica, pues es poeta, y no veía cómo hacerlo ver la realidad.

En esas estábamos cuando entramos en un café de una calle lateral de Jimbôcho. Teníamos la garganta seca y necesitábamos un agua mineral o algo así. Ni siquiera después de pedir las bebidas pude despegar la vista de esa hoguera de romanticismo en el cuello de Tanizaki. Una camarera, con el maquillaje corrido, llegó a nuestra mesa con dos vasos en las manos. Dos vasos llenos de agua clara en que bullían finísimas burbujas. La camarera colocó un vaso y luego el otro, alineado, frente a nosotros. Y entonces, apoyando una mano en la mesa y como si le costara trabajo marcharse, miró de cerca el pecho de Tanizaki y dijo —todavía recuerdo vívidamente sus palabras—:

—¡Ah, qué maravilla de corbata! ¡De mi color favorito!

Diez minutos más tarde, al levantarme de la mesa, quise darle una propina de 50 sen. Tanizaki, muy de Tokio en eso, encontraba despreciable el gesto gratuito de la propina. Me queda claro que en ese momento los 50 sen no pudieron sino merecer su sonrisa burlona.

—¿Pero qué hizo de especial por nosotros?

Sin que la sonrisa cínica del maestro me avergonzara, le pasé un billete arrugado a la camarera. Había hecho más que servirnos agua mineral. Había señalado la verdadera naturaleza de esa corbata roja. No he vuelto a dar una propina con tanto gusto.

Ryûnosuke Akutagawa
traducción de Aurelio Asiain

Luigi Pirandello : LA MOSCA

Jadeando, ansiosos, para llegar más pronto, cuando estuvieron bajo el pueblo —¡subamos por aquí, vamos!— treparon por la escabrosa pendiente de arcilla, ayudándose también con las manos —¡ánimo, ánimo!— porque  los zapatos tachonados —¡santo Dios!— resbalaban.

Apenas asomaron enrojecidos sobre la cuesta, las mujeres, que se habían aglomerado y vociferaban alrededor de la fuente a la salida del pueblo, se volvieron para mirar. ¿No eran esos dos los hermanos Tortorici? Sí, Neli y Saro Tortorici. ¡Oh, pobrecitos! ¿Y por qué corrían tanto?

Neli, el menor de los hermanos, que no podía más, se detuvo un momento para darse un respiro y responderles a las mujeres, pero Saro lo jaló del brazo.

—¡Giurlannu Zarù, nuestro primo! —dijo entonces Neli, volviéndose, y levantó una mano en actitud de bendecir.

Las mujeres prorrumpieron en exclamaciones de pesar y de horror, y una preguntó en voz alta:

—¿Quién fue?

—Nadie: ¡Dios! —gritó Neli desde lejos.

Dieron la vuelta y corrieron hacia la plaza donde estaba la casa del médico partidario.

*

El señor doctor, Sidoro Lopiccolo, abierta la camisa, el pecho al aire, con una barba de diez días o más en las mejillas flojas y los ojos hinchados y legañosos, andaba por las habitaciones arrastrando las zapatillas y sosteniendo en los brazos a una pobre enfermita amarillenta, en los huesos, de unos nueve años.

Su mujer llevaba once meses en cama; en casa había seis hijos —además de la que tenía en los brazos, que era la mayor— llenos de arañazos, sucios, salvajes; la casa, revuelta, era una ruina: pedazos de platos, cáscaras, basura acumulada en el piso, sillones desfondados, camas que no se habían tendido en quién sabe cuánto tiempo, con las mantas en jirones, porque los niños se divertían en las camas con peleas de almohadas: ¡tan lindos! Lo único intacto, en una habitación que había sido una salita, era un retrato fotográfico ampliado, colgado en la pared: el retrato de él, el señor doctor Sidoro Lopiccolo cuando era aún joven, recién licenciado: limpio, acicalado y sonriente. Se llegaba a veces hasta el retrato arrastrando las pantuflas; le mostraba los dientes en un guiño gracioso, se agachaba y le presentaba a la hija enferma, alargando los brazos:

—¡Sisiné, aquí tienes!

Porque así, Sisiné, le decía de cariño su madre. Su madre, que esperaba grandes cosas de él, el benjamín, la columna, el estandarte de la casa.

—¡Sisiné!

Recibió a aquellos dos campesinos como un perro rabioso.

—¿Qué quieren?

Saro Tortorici, aún jadeante, con la gorra en la mano, explicó:

—Señor doctor, es el pobrecito de nuestro primo, que se está muriendo…

—¡Bendito sea! ¡Que llamen a fiesta las campanas! —gritó el doctor.

—¡Ah, no, señor! Se está muriendo, así de repente, no se sabe por qué. En las tierras de Montelusa, en un establo.

El doctor retrocedió un paso y prorrumpió, enfurecido:

—¿En Montelusa?

Había, desde el pueblo, siete buenas millas de camino. ¡Y qué camino!

—¡Rápido, rápido, por caridad! —gritó Tortorici—. ¡Está todo negro, como un pedazo de hígado! Tan hinchado que da miedo. ¡Por caridad!

—¿Y cómo vamos? ¿a pie? —gritó el doctor—. ¿Diez millas a pie? ¡Están locos! ¡Una mula! Quiero una mula. ¿La han traído?

—Enseguida corro a buscarla —se apresuró a contestar Tortorici—. La pediré prestada préstamo.

—Entonces yo —dijo Neli, el menor—, mientras tanto, aprovecho para afeitarme.

El doctor se volvió a verlo, como si quisiera comérselo con los ojos.

—Es domingo, señorito —se disculpó Neli, sonriendo, atrapado—. Tengo novia.

—¿Ah, tienes novia? —gritó entonces el médico, fuera de sí—. ¡Coge esta entonces!

Y le puso en los brazos a la hija enferma; luego cogió, uno por uno, a todos los otros niños que se habían congregado a su alrededor y los empujó con furia a las piernas de Neli.

—¡Y este otro! ¡Y este! ¡Y este! ¡Animal! ¡Animal! ¡Animal!

Le dio la espalda, estuvo a punto de irse pero regresó, cogió a la enfermita y les gritó a los dos:

—¡Váyanse! ¡Cojan la mula! Enseguida voy.

Neli Tortorici volvió a sonreír, mientras bajaba por la escalera detrás de su hermano. Tenía veinte años; su novia, Luzza, dieciséis: ¡una rosa! ¿Siete hijos? ¡Eran pocos! Él quería doce. Y para mantenerlos le bastaría con aquel par de buenos brazos que Dios le había dado. Alegremente, siempre. Trabajar y cantar, con mucho arte. No por nada lo llamaban Liolà, el poeta. Y sintiéndose querido por todos por su bondad servicial y su buen humor constante, sonreía incluso por el aire que respiraba. El sol no había logrado aún cocerle la piel ni secarle el rubio dorado del pelo rizado que tantas mujeres le envidiaban; tantas mujeres que se sonrojaban, turbadas, si las miraba de cierto modo, con esos ojos claros tan vivos.

Más que por su primo Zarú, aquel día Neli estaba afligido porque Laura iba a enojarse: hacía seis días que esperaba aquel domingo para pasar un poco de tiempo con él. ¿Pero podía, en conciencia, eximirse de aquella caridad de cristiano? ¡Pobre Giurlannu! También él tenía novia. ¡Qué desgracia inesperada! Estaban vareando las almendras en la finca de Lopes, en Montelusa. La mañana anterior, sábado, el cielo amenazaba lluvia, pero no parecía que hubiera peligro inminente. Hacia mediodía, Lopes dijo:

—El tiempo es oro; no quisiera, hijos, que las almendras se quedaran en el suelo, bajo la lluvia —y había enviado arriba a las mujeres, que estaban recogiendo en el almacén, a descascarar—. Ustedes —dijo dirigiéndose a los hombres que estaban vareando (y entre ellos estaban también Neli y Saro Tortorici)—, si quieren, pueden ir con las mujeres arriba a descascarar.

Giurlannu Zarù dijo:

—Ahora mismo, ¿pero me pagará la jornada según mi salario de veinticinco sueldos?

—No, media jornada —dijo Lopes— correspondiente a tu salario y lo demás a media lira, como a las mujeres.

¡Qué abuso! ¿Qué, faltaba trabajo para una jornada entera? No llovía; ni llovió durante todo el día ni tampoco por la noche.

—¿Media lira, como las mujeres? —dijo Giurlannu Zarù—. Yo llevo pantalones. Me pagas la media jornada correspondiente a los veinticinco sueldos y me voy.

No se fue: se quedó esperando hasta el anochecer a sus primos, que se habían contentado con descascarar, por media lira, con las mujeres. Pero en cierto momento, cansado de estar mirando sin hacer nada, había ido a un establo cercano para tumbarse y dormir, recomendando a la chusma que lo despertara cuando llegara la hora de irse.

Vareaban desde hacía un día y medio y las almendras recogidas eran pocas. Las mujeres propusieron descascararlas todas aquella misma noche, trabajando hasta tarde y quedándose a dormir allí el resto de la noche, para volver a subir al pueblo a la mañana siguiente, tras levantarse cuando aún estuviera oscuro. Así lo hicieron. Lopes trajo habas cocidas y dos botellas de vino. A medianoche, cuando terminaron de descascarar, todos, hombres y mujeres, se tumbaron en la era, donde la paja que quedaba estaba mojada por el rocío, como si realmente hubiera llovido.

—¡Liolà, canta!

Y Neli había empezado a cantar, de repente. La luna entraba y salía de un espeso enredo de nubecitas blancas y negras; y la luna era la cara redonda de su Luzza, que sonreía y se oscurecía por los acontecimientos ya tristes ya alegres del amor.

Giurlannu Zarù se había quedado en el establo. Antes del alba, Saro había ido a despertarlo y lo había encontrado allí, hinchado y negro, con una fiebre de caballo.

Esto le contó Neli Tortorici al barbero, quien, distrayéndose en cierto momento, le hizo un corte con la navaja. ¡Una pequeña herida, cerca del mentón, que ni se veía, vamos! Neli no tuvo ni tiempo de quejarse, porque a la puerta del barbero se había asomado Luzza con su madre y Mita Lumìa, la pobre novia de Giurlannu Zarù, que gritaba y lloraba, desesperada.

Hicieron falta buenas y delicadas maneras para hacerle entender a aquella pobrecita que no podía ir hasta Montelusa para ver al novio: lo vería antes de que anocheciera, apenas lo trajeran de vuelta, lo más rápido que pudieran. Llegó Saro, despotricando contra el médico, que ya estaba a caballo y no quería esperar más. Neli llevó aparte a Luzza y le rogó que tuviera paciencia: volvería antes de la noche y le contaría muchas bellas cosas.

Bellas cosas, de hecho, son también estas, para dos novios que se las dicen cogidos de la mano y mirándose a los ojos.

*

¡Qué camino accidentado! Los barrancos le hacían ver la muerte a los ojos al doctor Lopiccolo, a pesar de que Saro de un lado y Neli del otro aguantaran a la mula por la cabeza.

Desde lo alto se divisaba toda la vasta campiña, con llanos y valles, cultivados con forraje, olivos, almendros; amarillo de rastrojos y con manchas negras por los fuegos de la artiga; al fondo se veía el mar, de un áspero azul. Moreras, algarrobos, cipreses, olivos, conservaban su verde variado y perenne; las copas de los almendros ya se habían enrarecido.

Alrededor, en el amplio círculo del horizonte, había como un velo de viento. Pero el calor era extenuante, el sol quebraba las piedras. Llegaba, ora sí ora no, desde los setos polvorientos de higueras, algún grito de calandria o la risa de una urraca, que hacía que la mula del doctor levantara las orejas.

—¡Mula mala! ¡Mula mala! —se quejaba entonces éste.

Por no perder de vista aquellas orejas, ni siquiera advertía el sol que tenía ante los ojos y dejaba abierto el paraguas forrado de verde, apoyado en el hombro.

—No tenga miedo, señor. Nosotros estamos aquí —lo exhortaban los hermanos Tortorici.

Realmente el doctor no tendría por qué haber sentido miedo. Pero lo decía por sus hijos. Tenía que cuidarse la piel por aquellos siete desgraciados.

Para distraerlo, los Tortorici se pusieron a hablarle de la mala cosecha: escaso el trigo, escasa la cebada, escasas las habas; con respecto a los almendros, ya se sabe: no siempre producen la misma cantidad de frutos, un año están cargados y el siguiente no; por no hablar de las olivas: la niebla las había arruinado mientras crecían; ni había esperanza de recuperación con la vendimia, porque todos los viñedos del barrio estaban enfermos.

—¡Vaya consuelo! —decía el doctor de vez en cuando, moviendo la cabeza.

Al cabo de dos horas, los temas de conversación se habían agotado. El camino seguía recto durante un buen trecho y sobre el estrato alto de polvo blanco se pusieron a conversar ahora las cuatro pezuñas de la mula y los zapatos tachonados de los dos campesinos. Liolà, en cierto momento, empezó a cantar, desganado, a media voz; pronto dejó de hacerlo. No había nadie un alma, porque todos los campesinos, el domingo, subían al pueblo para la misa o para las compras o simplemente para relajarse. Tal vez allí abajo, en Montelusa, no se había quedado nadie al lado de Giurlannu Zarù, que moría solo, si aún estaba vivo.

De hecho, lo encontraron sólo en el establo que olía a barro, tumbado como Saro y Neli Tortorici lo habían dejado: lívido, enorme, irreconocible.

Agonizaba.

Por la ventana de hierro, cerca del comedero, entraba el sol a golpearle el rostro que ya no parecía humano: la nariz, en la hinchazón, había desaparecido; los labios, negros, estaban horriblemente tumefactos. Y el estertor salía de aquellos labios, exasperado, como un gruñido. Entre el pelo rizado de moro resplandecía, al sol, una brizna de paja.

Los tres se quedaron un rato mirándolo, consternados y como retenidos por el horror de aquella visión. La mula pateó, resoplando, sobre el encachado del establo. Entonces Saro Tortorici se acercó al moribundo y lo llamó amorosamente:

—Giurlà, Giurlà, aquí está el doctor.

Neli fue a atar la mula al comedero. En la pared vecina había lo que parecía la sombra de otro animal, la huella del asno que estaba en aquel establo y que se había impreso allí de tanto frotarse el animal.

Giurlannu Zarù dejó de agonizar, después de que lo llamaran de nuevo por su nombre; intentó abrir los ojos inyectados en sangre, ennegrecidos, llenos de miedo; abrió la boca horrenda y gimió, como si ardiera por dentro:

—¡Me muero!

—No, no —se apresuró a decirle Saro, angustiado—. Aquí esta el médico. Lo hemos traído, ¿lo ves?

—¡Llévenme al pueblo! —dijo Zarù, jadeando, sin poder cerrar los labios—: ¡Madre mía!

—¡Sí, aquí está la mula! —contestó Saro enseguida.

—¡Te llevo en brazos si hace falta, Giurlà! —dijo Neli, acercándose y agachándose sobre él—. ¡No te preocupes!

Giurlannu Zarù se volvió al oír la voz de Neli, lo miró con aquellos ojos ensangrentados como si al principio no lo reconociera, luego movió un brazo y lo agarró por la cintura.

—¿Tú, querido? ¿Tú?

—¡Yo, sí, ánimo! ¿Lloras? No llores, Giurlà, no llores. ¡No es nada!

Y le puso una mano sobre el pecho que se sobresaltaba por los sollozos que no podían romperse en su garganta. Asfixiado, en cierto momento Zarù movió la cabeza rabiosamente, luego levantó una mano, cogió a Neli por la nuca y lo atrajo hacia sí:

—Teníamos que casarnos juntos…

—¡Y juntos nos casaremos, no lo dudes! —dijo Neli, quitándole la mano que se había agarrado a su nuca.

Mientras tanto, el médico observaba al moribundo. Estaba claro: un caso de carbunco.

—Dígame, ¿se acuerda de qué insecto lo picó?

—No —dijo Zarù con la cabeza.

—¿Insecto? —preguntó Saro.

El médico les explicó como pudo, a aquellos dos ignorantes, la enfermedad. Algún animal había tenido que morir de carbunco en los alrededores. Quién sabe cuántos insectos se habían posado en la carroña, tirada en algún barranco; luego alguno había podido contagiarle la enfermedad a Zarù en aquel establo.

Mientras el médico hablaba así, Zarù había girado el rostro hacia la pared.

Nadie lo sabía y la muerte, mientras tanto, estaba allí, todavía; tan pequeña que apenas habría podido divisarse, si alguien se hubiera dado cuenta.

Había una mosca, en la pared, que parecía inmóvil; pero, al mirarla bien, ora sacaba su pequeña probóscide y respiraba, ora se limpiaba rápidamente las dos delgadas patitas delanteras, frotando una contra otra, como con satisfacción. Zarù la vio y la miró fijamente.

Una mosca.

Podía haber sido esa u otra. ¿Quién sabe? Porque ahora, oyendo al médico que hablaba, le parecía acordarse. Sí, el día anterior, cuando se había tumbado allí para dormir, esperando a que los primos terminaran de descascarar las almendras de Lopes, una mosca lo había molestado. ¿Podía ser esta?

La vio emprender el vuelo y se volvió para seguirla con los ojos.

Había ido a posarse en la mejilla de Neli. De allí, ligera ligera, se escurría, con dos movimientos, por el mentón, hasta la herida de la navaja, y se pegaba ahí, voraz.

Giurlannu Zarù se quedó mirándola un buen rato, atento, absorto. Luego, en el jadeo catarroso, preguntó con voz de gruta:

—¿Podría ser una mosca?

—¿Una mosca? ¿Y por qué no? —contestó el médico.

Giurlannu Zarù no dijo nada más: volvió a mirar aquella mosca que Neli, casi aturdido por las palabras del médico, no espantaba. Zarù ya no prestaba atención al discurso del médico pero disfrutaba cómo absorbía la atención de su primo, que se quedaba inmóvil como una estatua y no advertía el fastidio de aquella mosca en su mejilla. ¡Oh, si fuera la misma! ¡Entonces sí, realmente se casarían! Una envidia oscura, unos celos sordos lo atacaron por aquel joven primo tan bello y tan florido, para quien la vida permanecía llena de promesas, mientras a él le faltaba de repente.

De pronto Neli, como si por fin se sintiera picado, levantó una mano para echar a la mosca y con un dedo empezó a apretarse el mentón, sobre la heridita. Se giró hacia Zarù, que lo miraba, y se quedó un poco desconcertado viendo que este había abierto los labios horrendos en una sonrisa monstruosa. Se miraron un poco así, luego Zarù dijo, casi sin quererlo:

—La mosca.

Neli no entendió e inclinó la oreja.

—¿Qué dices?

—La mosca —repitió aquel.

—¿Qué mosca? ¿Dónde? —preguntó Neli, consternado, mirando al médico.

—Allí, donde te rascas. ¡Lo sé, seguro! —dijo Zarù.

Neli mostró al doctor la heridita en el mentón:

—¿Qué tengo? Me pica.

El médico lo miró, con el ceño fruncido; luego, como si quisiera observarlo mejor, lo llevó fuera del establo. Saro los siguió.

¿Qué paso después? Giurlannu Zarù esperó largamente, con una ansiedad que le removía las vísceras. Confusamente oía hablar afuera. De pronto, Saro volvió a entrar furioso en el establo, cogió la mula y sin siquiera volverse a verlo, salió, gimiendo:

—¡Ah, Nelito mío! ¡Ah, Nelito mío!

Entonces, ¿era cierto? Y lo abandonaban allí, como a un perro. Intentó levantarse apoyándose en un codo, llamó dos veces:

—¡Saro! ¡Saro!

Silencio. Nadie. Su codo no aguantó más, cayó de nuevo y durante un largo rato estuvo como husmeando, para no oír el silencio del campo que lo aterraba. De pronto le surgió la duda de que había soñado, de que había tenido aquella pesadilla por la fiebre; pero cuando volvió a girarse hacia la pared, vio a la mosca, de nuevo.

Ahí estaba.

Ya sacaba su pequeña probóscide y respiraba, ya se limpiaba rápidamente las dos delgadas patitas delanteras, frotando una con otra, como con satisfacción.

*

Traducción: A. A.

René Daumal : LA PALABRA Y LA MOSCA

LA PALABRA Y LA MOSCA
Un mago solía divertir a la gente con el siguiente truco. Habiendo ventilado bien el cuarto y cerrado las ventanas, se inclinaba sobre una gran mesa de caoba y pronunciaba cuidadosamente la palabra «mosca». Y en seguida una mosca trotaba en medio de la mesa, tanteando el barniz con su muelle trompita y frotándose las manos como cualquier mosca natural. Entonces, de nuevo, el mago se inclinaba sobre la mesa y pronunciaba la palabra «mosca». Y el insecto caía rígido da espaldas, como fulminado. Al observar su cadáver con una lupa, no veíamos sino un cascarón vacío y seco, que no contenía víscera alguna, ningún humor, ninguna luz en los ojos múltiples. El mago miraba entonces a sus invitados con una mirada modesta, buscando las felicitaciones, que se le concedían debidamente.

Siempre encontré bastante miserable el truco. ¿En qué acababa? Al principio, no había nada, y al final, un cadáver de mosca. ¡Menuda hazaña! Había luego que deshacerse de los cadáveres, aunque una vieja admiradora del mago los coleccionaba, cuando lograba recogerlos a hurtadillas. Esto desmentía la regla de que «no hay dos sin tres». Esperábamos que profiriera por tercera vez la palabra «mosca», eliminando sin dejar rastro el cadáver del insecto. Todo habría vuelto a quedar así como al principio, salvo en nuestra memoria, ya bastante atestada.

Debo aclarar que era un mago bastante mediocre, un fracasado que, después de haberse ejercitado con tan poca felicidad en la poesía y en la filosofía, había transportado sus ambiciones al arte de la prestidigitación; pero hasta allí seguía faltándole algo.

  • RENÉ DAUMAL / a.a.

Raymond Queneau: La mosca

 

La mosca no tiene forma humana
se parece más bien a una oveja
que suelta su balido cuando hacemos la siesta
duerme como los hombres por las noches
se limpia la cabeza igual que un gato
como un gorrión se alisa las alitas
y a veces se detiene y reflexiona
En la naturaleza del cristal reflexiona
y cuando cree resuelta la cuestión alza el vuelo
y ¡zaz! vuelve a pegarse contra el vidrio
que la refleja y que tampoco entiende*

Raymond Queneau

* El últimos verso —contre la vitre qui, elle aussi, réfléchit juega con la ambivalencia del verbo reflechir: reflejar y reflexionar, que en español sólo se conserva en el sustantivo.