Akutagawa retrata a Tanizaki

por aurelio asiain

 

Entre febrero y julio de 1927 Akutagawa y Tanizaki se enfrascaron en una célebre polémica, la más comentada quizá de la literatura japonesa moderna y contemporánea, sobre la primacía de la trama (Tanizaki) o de la intensidad poética (Akutagawa) en la novela. Akutagawa, que había iniciado la discusión, fue también quien la interrumpió, con su suicidio, el 24 de julio de 1927. Me parece que la viñeta que traduzco aquí alude con irónico afecto a esa polémica. Lo que el narrador observa con fascinación es un nudo —una trama— pero no le fascina el nudo mismo sino su color encendido, que es lo que seduce también a los demás. Que yo sepa, la página no ha sido traducida. Esta versión es provisional: no sé si la corbata a que se refiere Akutagawa es eso o más bien una suerte de lazo (pero mi perplejidad la comparten los lectores japoneses). Vale aclarar que Kanda y Jimbôcho son la zona y el barrio de librerías de segunda mano de Tokio.
Cuando se publicó la traducción japonesa de Los nombres del aire de Alberto Ruy Sánchez la polémica no dejó de ser mencionada por los críticos. Así que, aún dudando de la clase de nudo de que se trata, me he animado a traducir el retrato, hoy que cumple años Alberto.

EL SEÑOR JUNICHIRO TANIZAKI

Una tarde de principios del verano fui con Tanizaki a curiosear a Kanda. Ese día, Tanizaki vestía un traje negro con un lazo rojo. Una corbata magnífica que simbolizaba, me parece, el espíritu mismo del romanticismo. No era yo el único al que le causaba esa impresión. Lo mismo le parecía, era claro, a quienes pasaban, hombres lo mismo que mujeres. No había uno solo que dejara de fijarse en la cara de Tanizaki. Y sin embargo, por más que uno lo dijera, Tanizaki no lo admitía.

—¡Te miran a ti! ¡A ti, con ese abrigo de viaje!

Yo llevaba, es cierto, el sobretodo de viaje de mi padre, que había tomado prestado, en lugar de mi abrigo de verano. Pero era un sobretodo que usaban el maestro de la ceremonia del té y el sacerdote del templo de mi familia. No podía llamar la atención de la gente como ese nudo extraordinario que parecía una rosa solitaria. Pero Tanizaki, como yo, no tiene mayor respeto por la lógica, pues es poeta, y no veía cómo hacerlo ver la realidad.

En esas estábamos cuando entramos en un café de una calle lateral de Jimbôcho. Teníamos la garganta seca y necesitábamos un agua mineral o algo así. Ni siquiera después de pedir las bebidas pude despegar la vista de esa hoguera de romanticismo en el cuello de Tanizaki. Una camarera, con el maquillaje corrido, llegó a nuestra mesa con dos vasos en las manos. Dos vasos llenos de agua clara en que bullían finísimas burbujas. La camarera colocó un vaso y luego el otro, alineado, frente a nosotros. Y entonces, apoyando una mano en la mesa y como si le costara trabajo marcharse, miró de cerca el pecho de Tanizaki y dijo —todavía recuerdo vívidamente sus palabras—:

—¡Ah, qué maravilla de corbata! ¡De mi color favorito!

Diez minutos más tarde, al levantarme de la mesa, quise darle una propina de 50 sen. Tanizaki, muy de Tokio en eso, encontraba despreciable el gesto gratuito de la propina. Me queda claro que en ese momento los 50 sen no pudieron sino merecer su sonrisa burlona.

—¿Pero qué hizo de especial por nosotros?

Sin que la sonrisa cínica del maestro me avergonzara, le pasé un billete arrugado a la camarera. Había hecho más que servirnos agua mineral. Había señalado la verdadera naturaleza de esa corbata roja. No he vuelto a dar una propina con tanto gusto.

Ryûnosuke Akutagawa
traducción de Aurelio Asiain