El blog de Aurelio Asiain

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Categoría: citas

El aire

Un cuerpo vivo aunque intangible el aire,
en todas partes siempre y en ninguna.
Duerme con los ojos abiertos,
se acuesta entre las yerbas y amanece rocío,
se persigue a sí mismo y habla solo en los túneles,
es un tornillo que perfora montes,
nadador en la mar brava del fuego,
es invisible surtidor de ayes,
levanta a pulso dos océanos,
anda perdido por las calles,
palabra en pena en busca de sentido,
aire que se disipa en aire.

OCTAVIO PAZ,
fragmento de Pasado en claro

Gabriel Zaid: No hay receta posible

¿Cómo leer poesía?

 

No hay receta posible. Cada lector es un mundo, cada lectura diferente. Nuevas aguas corren tras las aguas, dijo Heráclito; nadie se embarca dos veces en el mismo rio. Pero leer es otra forma de embarcarse: lo que pasa y corre es la vida, sobre un texto inmóvil. El pasajero que desembarca es otro: ya no vuelve a leer con los mismos ojos.

La estadística, el psicoanálisis, la historia, la sociología, el estructuralismo, la glosa, la exégesis, la documentación, el estudio de fuentes, de variantes, de influencias, el humor, el marxismo, la teología, la lingüística, la descripción, la traducción, todo puede servir para enriquecer la lectura. Un poema se deja leer de muchos modos (aunque no de cualquier modo: el texto configura el “mundo” de lecturas que admite). Cada modo da ojos para esto o aquello que pone de relieve. Pero una vez que el método se convierte en receta, reduce la lectura (a ejercicio estadístico, sociológico, psicoanalítico, deconstructivo), en vez de enriquecerla.

Leer de muchos modos, renunciando a las recetas, pero aprovechando los ojos que dan los métodos conocidos (y otros que se pudieran inventar) puede ser otro método: el de leer por gusto.

Cuando se lee por gusto, la verdadera unidad “metodológica” está en la vida del lector que pasa, que se anima, que actúa, que se vuelve más real, gracias a la lectura.

¿Cómo leer poesía? Embarcándose. Lo que unos lectores nos digamos a otros puede ser útil y hasta determinante. Pero lo mejor de la conversación no es pasar tal juicio o tal receta: es compartir la animación del viaje.

Gabriel Zaid en Leer poesía

Leer poesía, primera edición, 1972

Dedicatoria de Gabriel Zaid a Bernardo Giner de los Ríos

Iluminación ilustrada

Anoté hace años cómo el upāsaka Ch’ang Chiu-ch’en (張九成) ponderaba en el escusado un koan cuando oyó croar una rana y despertó:

春天月夜一聲蛙
撞破乾坤共一家

Noche de luna en primavera. Croa una rana.
Hace añicos el cosmos: lo vuelve una familia.

* * *

Encontré la anécdota y una versión en inglés del poema en The Golden Age of Zen. Zen Masters of the Tang Dinasty de John C. H. Wu, Yangmingshan, Taipei, 1967, pero el texto en esta página. Me pregunto si Bashô…

Y Guillermo Sheridan comentó:

Bueno, es muy hermoso el texto, pero el contexto…
Es imposible no establecer santos paralelos causales entre el croar de la rana y el culo que brama; ni entre la rana en su estanque y el sapo en el retrete, y etcétera.
Por otro lado, como ya narré alguna vez, no sé dónde, hablando de la diocesilla Baubo (o Imabe), un pedo a tiempo no sólo salva al mundo, sino replica, little bang, al cosmos, big bang.

Con lo cual no hacíamos sino comentar, adelantándonos torpemente, el cartón que publicó ayer Jis:

"Otro día". Cartón de ©Jis

«Otro día». Cartón de ©Jis

Adviértase que la última frase en el cartón de Jis, entre la mano izquierda del monje y la onomatopeya entre paréntesis, es una cita de la frase final del más conocido haiku de Bashô: «¡El viejo estanque! / Una rana da el salto. / El sonido del agua». Saque el lector sus conclusiones.

 

Al respecto, Ernesto Hernández Busto me llama la atención sobre esta entrada de Valerio Magrelli en su Ch’e cos’è la poesia, abecedario:

U de Urgencia

Prefiero esta palabra a aquella, más desgastada, de “inspiración”. “Urgencia” indica un movimiento, una presión que impulsa al poeta a escribir en determinado momento, y no en otro. Quizás a alguien el término le pueda parecer inadecuado, por demasiado cercano al universo corpóreo (la pareja digestión-evacuación). Al contrario, el vocablo se recomienda justo por esa cercanía, como han hecho notar muchos escritores.
La analogía entre la poesía y las heces aparece, por supuesto, en las vanguardia, dedicadas al sabotaje y a la mezcla de códigos, pero mucho más sorprendente resulta reencontrarla en un autor post-simbolista como Paul Valéry. Una de sus prosas, titulada Elementos físicos, plantea esta extraña pregunta: ¿por qué razón aquello que sale del cuerpo debería ser más sucio que aquello que ha entrado en éste? Al contrario, rebate Valéry, aquello que echamos fuera debería ser considerado como el purísimo, refinado y sapiente producto de una complicada elaboración.
Y he aquí su desconcertante tesis: “Oh, cuerpo glorioso, ¡algún santo debería mostrar amor por tu mierda! Mientras aún está dentro, es sagrada como si fuese una parte del Yo, y cuando digo ‘yo’ ella también está incluida. Luego se hace notar dentro de mí y se vuelve imperiosa. Un extranjero por expulsar. Y sin embargo sigue siendo MI criatura, mi obra más importante”.
He traducido como “mierda” la palabra francesa “fiente” porque los otros sinónimos están todos en plural (heces, excrementos) y no cubren la singularidad de la producción orgánica que el autor pretende subrayar (“MI criatura, mi obra”) al escoger, sobre todo, el género femenino. Pero nadie, probablemente, ha llegado tan lejos como para parangonar el producto poético con el escatológico, el objeto más sublime con el más vulgar. Y todo esto bajo el signo de la urgencia, o sea, del súbito reclamo de una materia que escapa, empuja y pide prepotentemente ver la luz.

 (Traducción de Ernesto Hernández Busto que tomo de aquí, donde hay más).

Siete versiones en verso

I

El niño frotó la lámpara:
hizo saltar un conejo
equivocado de cuento.
En tanto el mago sacaba
en el teatro, del sombrero,
un genio perplejo.

II

Abrí al llamado la puerta
y dio al más allá mi cuarto
y vi mi suerte no incierta.
Era la muerte y no muerta:
con ansiedades de parto.

III

Oye pasar un gato negro allá,
más ligero que lluvia, por las cuerdas,
a la vista del árbol, tú que sabes.
Óyelo huir: quien sepa entenderá.

IV

Pudo ser cualquier calle, al mediodía.
¿Estábamos dormidos o despiertos?
Vi en su mirada que reconocía
en la mía la de uno de sus muertos.

V

«Qué árboles teníamos», me dijo.
Y se quedó mirándome tristísimo.
O mirando sin ver a un punto fijo.
Yo también como un árbol me había ido.

V

Por cierto, es todo mentira:
respira conmigo el muerto
y está despierto el dormido
perdido que me ha encontrado
no en lo dado, sí en lo ido.

VI

Es verdad y es un cuento:
escribir es hacerse viento.
Tengo la edad de este momento.

Lector de pie, otoñal

I La idea es de Paloma Zubieta López, que la anotó aquí.

II Sobre un tema recurrente de Pedro Poitevin.

III Le pas du chat noir es el título de un disco de Anouar Brahem, que mencionó Sasha Sokol, y todas las frases aluden a piezas de ese disco.

IV Refraseo y altero esta anécdota de Alberto Chimal.

V Apunte del natural.

VI: La primera frase, que disparó el resto, es de mi amiga Flo y la tomé de aquí.

Un todo está de más, y más que eso

Me sorprendió esta estrofa que reprodujo El blog de Jesús Silva-Herzog Márquez sin comentarios y con el crédito “Lope de Vega, Los locos de Valencia, acto tercero. (En La música de Occidente, de Raúl Zambrano, publicado por El Colegio de México)”.

La música es divina concordancia
deste mundo inferior y del angélico.
Todo cuanto hay en todo, todo, todo es música;
música el hombre, el cielo, el sol, la luna,
los planetas y los signos, las estrellas;
música la hermosura de las cosas.

Me sorprendió por los errores, evidentes en el metro y fáciles de corregir:

La música es divina concordancia
deste mundo inferior y del angélico.
Todo cuanto hay en todo, todo es música;
música el hombre, el cielo, el sol, la luna,
los planetas, los signos, las estrellas;
música la hermosura de las cosas.
Ut, sol, fa, sol, re, mi, fa, sol, re, ut.

Añado la última línea, que completa un parlamento de Mordacho en la escena VI del acto III y la estrofa. La corrección puede confirmarse en el tomo correspondiente de la Biblioteca Rivadeneyra, en el Tesoro del teatro español de Eugenio de Ochoa y en otras ediciones autorizadas.

El error no viene de Jesús Silva-Herzog Márquez sino de la fuente o la propia transcripción de Raúl Zambrano, que repite la versión en uno de los epígrafes del capítulo “Divina y audible” de su Historia mínima de la música en Occidente y en la página de su sitio web dedicada a la música incidental. Llama la atención que los editores de El Colegio de México no lo hayan advertido.

En YouTube pueden verse varios fragmentos de una puesta reciente de la obra por el Centre Teatral de la Generalitat de Valencia.

Es una versión que incorpora por lo visto muchos elementos ajenos al original; entre otros, una cita musical de La pantera rosa y el poema delicioso de Baltasar del Alcázar que aquí transcribo completo.

Tres cosas

 Tres cosas me tienen preso
de amores el corazón,
la bella Inés, el jamón
y berenjenas con queso.

 Esta Inés (amantes) es 
quien tuvo en mí tal poder,
que me hizo aborrecer
todo lo que no era Inés.

 Trájome un año sin seso,
hasta que en una ocasión 
me dio a merendar jamón
y berenjenas con queso.

 Fue de Inés la primer palma,
pero ya júzgase mal
entre todos ellos cuál 
tiene más parte en mi alma.

 En gusto, medida y peso
no le hallo distinción,
ya quiero Inés, ya jamón,
ya berenjenas con queso. 

 Alega Inés su beldad,
el jamón que es de Aracena,
el queso y berenjena
la española antigüedad.

 Y está tan en fil el peso
que juzgado sin pasión
todo es uno, Inés, jamón,
y berenjenas con queso.

 A lo menos este trato
de estos mis nuevos amores, 
hará que Inés sus favores,
me los venda más barato.

 Pues tendrá por contrapeso
si no hiciere razón, 
y berenjenas con queso.


Tramposamente

Comentando la entrada anterior de este blog, Luigi Amara insiste en que todo es plagio. Tramposamente.

No, plagio no es un término genérico: designa, desde que fue acuñado hace veinte siglos por Marcial, una copia fraudulenta y ese carácter ilegítimo lo distingue de la alusión, la cita, la glosa, la paráfrasis, la parodia, el pastiche y otras formas de versión textual. Se entiende que Lautréamont lo usara equívocamente para designar, con ánimo provocador, sus procedimientos de subversión del lenguaje poético romántico (utilizando la poética neoclásica de Josef Gómez de Hermosilla, como mostraron Leyla Perrone-Moyses y Emir Rodríguez Monegal en su Lautréamont austral); pero, propiamente hablando, esos procedimientos no son plagios. El equívoco, ciento cuarenta años después, ha dejado de ser revolucionario para convertirse en un lugar común de las solapas de libros, alimentadas de la retórica de, sí, “un largo etcétera” de escritores, algunos brillantísimos.

Lo que no es brillante es apoyar la afirmación de que esa acepción equívoca “es el uso corriente” arguyendo que “es la que empleó Paz cuando se refiere a las paráfrasis de Villaurrutia como plagios (aunque, claro, para decir que son acusaciones rídiculas)”. Sí, eso dice Luigi: si Paz usa la palabra plagio para negar que sea aplicable, muestra que sí lo es.

Enseguida, para afirmar que Montaigne “encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista”, Luigi cita un pasaje célebre… escatimando las palabras inconvenientes, que restituyo en negritas:

Yo no cuento los préstamos de los que me sirvo, mas los peso. (…) Y son todos, o casi, tan antiguos y de nombre tan conocido que me parece que se identifican bastante bien sin mi ayuda. Entre las razones y las invenciones que he trasplantado a mi terreno y que confundo con las mías, he omitido expresamente el nombre de sus autores, para mantener a raya la temeridad de las críticas apresuradas que se arrojan contra toda suerte de escritos, especialmente si son textos jóvenes y de hombres todavía vivos (…) Quiero que le aticen a Plutarco en mis narices y que se cansen de injuriar a Séneca en mi persona. Debo ocultar mis debilidades bajó el crédito de nombres tan respetables.

Montaigne no hace una apología del plagio: justifica sus paráfrasis arguyendo que omite expresamente la atribución para prescindir del argumento de autoridad —no para borrar la autoría.

El plagio es una operación fraudulenta. También lo es recortar las citas para tergiversar el original, como descalificar los argumentos de un autor atribuyéndole intenciones. Para señalar los plagios de Alatriste “en el afán de oponerse a la designación del premio Villaurrutia”, Guillermo Sheridan tendría que ser vidente, porque lleva años haciéndolo.

¿De veras “no es fácil saber si la apropiación o el plagio se deben a la pereza o a la asimilación fisiológica (ni siquiera en los burdos copy paste de Alatriste)”, cuando los textos copiados provienen de la Wikipedia, de Taringa, de la Red Escolar Ilce? Son ganas de hacerse el tonto.

Pero la falacia central es que afirmar la naturaleza fraudulenta del plagio implica mandar al infierno, ipso facto, a todos los escritores que lo han practicado. En sus minuciosas notas Al margen de El sueño erótico en la poesía de los Siglos de Oro de Antonio Alatorre, el filólogo Antonio Carreira encomia cómo en su comentario “Alatorre no busca eufemismos para el plagio”, cuando refiere los de Quevedo, sino que llanamente los llama por su nombre. Lo cual no lo lleva ni a prescindir de Quevedo ni a emprender, para salvarlo, una apología del plagio, elevándolo a la jerarquía de nombre genérico de todas las formas de transmisión textual entre unos autores y otros.

No habría tenido para qué.


Una poética de la apropiación

No es menos ingenuo el ingenuo que, ante un cuadro de Pollock, alega espontáneamente que un niño podría haberlo hecho mejor, que el articulado snob que se exalta y discurre elaboradamente ante cualquier muestra de literal o metafórica mierda expuesta en un museo, aunque el segundo estaría desde luego mucho menos dispuesto a aceptarlo, arropado como está por la seguridad que da ir con el tiempo; sobre todo en estos tiempos, en que no hay nada más convencional que el prestigio de lo transgresor. Como era previsible, no tardó en manifestarse la buena conciencia ilustrada para descalificar, por bienpensantes y anacrónicos, a quienes impugnaron la honda afición plagiaria de un funcionario de la burocracia cultural universitaria (que en su indecisa defensa la elevó primero al rango de poética personal y luego la redujo a descuido ocasional), lamentando a la vez la ignorancia provinciana que desdeñaba una estética de la apropiación creadora esencial a la modernidad, distintiva de los tiempos que virtualmente corren y que se remonta, dicen, por lo menos a Lautréamont.

Pero cualquiera que haya leído con atención lo que Gabriel Zaid, Guillermo Sheridan y Jesús Silva-Herzog Márquez escribieron al respecto, y lo que han escrito antes sobre otros autores, tendrá claro que ni ignoran esa tradición ni caerían en la simpleza de confundir la apropiación creadora con el plagio stricto sensu. Simpleza voluntaria en sus críticos, pues llamar plagio a cualquier utilización de un texto ajeno en uno propio, sea solapada o transparente, torpe o creadora, puede ser muestra de obtusa mojigatería provinciana pero también estratégico desplante publicitario que apela al encanto de lo subversivo para mejor venderse: véase el artículo reciente de Jonathan Lethem, que acumula muestras de obras que no son plagios para irreverente y gozosamente (¡ah, la retórica del gozo liberador que el poder ignora!) celebrar la práctica del plagio. La oposición que plantea ese sobado discurso autocelebratorio es simplísima: de este lado la transgresión, la libertad, el gozo, la legitimidad; del otro lado el poder, la cerrazón, la insensibilidad, la ley. Por mor de esa misma simplificación, la alusión, la glosa, la parodia, la paráfrasis, el pastiche, el collage y otras prácticas textuales se califican de plagio (y así de transgresiones, por lo mismo gozosas), del mismo modo en que reiteradamente se confunden la autoría y el derecho de autor, como si ignorando el segundo la primera dejara de existir, cuando es inalienable.

Distinguir entre el plagio y la apropiación creadora sería más interesante, es sin duda a veces más complejo y no se resuelve, como pretende el funcionario, con ver lo que dice la Ley de Derechos de Autor —como si la definición de un hecho literario pudiera dejarse en manos de una instancia jurídica—, pero tampoco apelando como sanción última a la calidad literaria, noción cambiante y resbaladiza si las hay. La respuesta de Javier Sicilia cuando Evodio Escalante lo acusó de plagio, aunque apenas esboza la cuestión, apunta en el sentido correcto: mientras que el plagio es una usurpación consciente que supone la ignorancia del lector, la apropiación no esconde la mano.

Lo que ahora se llama “estética de la apropiación” tiene por otro lado una historia muy larga, que en Occidente habría que remitir por lo menos a los centones griegos pero sin duda no ha dejado de manifestarse nunca de un modo u otro, y de la que hay ramificaciones o desarrollos independientes en otras partes del mundo. Uno de los momentos más interesantes de la poesía japonesa, definitivo en la historia de la formación del canon literario clásico aún vigente, fue un periodo, a fines de la era Heian y principios de la era Kamakura, es decir a caballo entre los siglos XII y XIII, dominado por la práctica del honkadori, que consistía en tomar parte de un poema clásico (en casos extremos todo el poema salvo una palabra) para crear otro en el que el aura y la resonancia de la alusión produjeran un enriquecimiento del sentido. No se trataba de una operación de plagio por una razón elemental: el propósito era crear una superposición textual, no una suplantación. Reconocimiento, relectura y, para decirlo en términos caros a nuestra época, diálogo renovador con la tradición.

Más de la mitad de los casi dos mil poemas que recoge el Shinkokinwakashu (1205) siguen la técnica del honkadori. No es casual que, aunque el término fuera acuñado por Fujiwara Shunzei (1114–1204), haya sido su hijo Fujiwara no Teika (1162–1241) quien estrictamente definió el procedimiento, estableció sus límites y puso su práctica en boga. Además de gran poeta, Teika fue un crítico erudito que fijó el texto y determinó la lectura de un grupo de obras clásicas japonesas fundamentales (entre ellas el Genji monogatari), estableció la nómina perdurable de la poesía de sus contemporáneos, editó la antología poética más leída en Japón aun en nuestros días y definió de ese modo la tradición literaria pasada y por venir. Era un aristócrata conservador con una profunda veneración por la herencia literaria, que al cabo resultó un revolucionario, al transformar el modo de leerla.

Uno de los ejemplos más celebrados de honkadori es del propio Teika:

Puente flotante,
sueño roto en la noche
de primavera:
por el cielo las nubes
se apartan de las crestas.

春の夜の 夢の浮き橋 と絶えして 峰にわかるる 横雲の空
haru no yo no yume no ukihashi toeshite mine ni wakaruru yokogumo no sora

No hay una sola línea (llamo así con licencia a los segmentos rítmicos: en japonés los poemas en formas tradicionales no se escriben en líneas cortadas) que no remita a otro texto, por medio de la cita literal o la variación. Para un lector culto, esas alusiones eran transparentes y estaban cargadas de sentido. Las palabras iniciales, haru no yo no yume, evocan la obertura del Heike Monogatari: “Qué efímeros los orgullosos: son como el sueño de una noche de primavera”. Esa alusión se entrelaza con otra, frecuente en los escritores de la época para indicar la cercanía de una decepción que revela la naturaleza transitoria del mundo: yume no ukihashi. Así (“El puente flotante de los sueños”) se titula el capítulo final del Genji Monogatari que narra el amor imposible de Kaoru por Okifune. El ukihashi es en efecto un tipo de puente, tendido sobre flotadores. La imagen de las nubes que se apartan de la cumbre está en un poema de Mibu no Tadamine (s. XI-X) recogido en el Kokin Wakashû, pero mientras ahí son metáfora de los cerezos en flor (shirakumo: nubes blancas) en Teika son solo nubes cerradas (yokogumo). Provienen, en último término, del poeta chino Songyu (s. III a.c) y aluden a la historia de una muchacha que, en el sueño en que puede amarla el rey de los Chu, revela su condición de nube. La línea mine no wakaruru proviene también del poema de Mibu no Tadamine. Sora, finalmente, es el cielo y el vacío, y es posible hacer una interpretación plenamente budista del poema, pues lo que en el honka de Tadamine era un lamento por la ruptura amorosa y el alejamiento del amado,

Si sopla el viento
se apartan de la cumbre
las blancas nubes
y se esfuman y así
de mí tu corazón.

風吹けば峰に別るる白雲のたえてつれなき君が心か
kaze fukeba mine ni wakaruru shirakumo no taete tsurenaki kimi ga kokoro ka

en Teika se resuelve en una visión del carácter inestable de la percepción y de la final irrealidad de las apariencias. En una noche brevísima de primavera, el puente de los sueños que nos conducen a un sitio más alto se interrumpe bruscamente y deja al que soñaba ante el vacío.

La práctica del honkadori rinde homenaje a la tradición y, al trasvasarla, la reinventa. En más de un sentido, es un modo de producción poética firmemente arraigado en la mentalidad confuciana, para la cual la copia del modelo maestro era mucho más importante que la búsqueda de la originalidad. Pero antes de Shunzei y Teika la apropiación de poemas previos era mal vista. El mayor árbitro poético de la era Heian, Fujiwara no Kinto, la había censurado enérgicamente en el año 1001; y aunque un siglo después poetas muy notables la aceptaban, era siempre con la reserva de que el nuevo poema tendría que ser superior al anterior. Que no es el criterio de Teika: para él, la práctica del honkadori debía tanto enriquecer el poema de origen como ganar, con su evocación, una densidad mayor para el nuevo poema. No se trataba en modo alguno de “superar el original” sino de darle una nueva originalidad.

Eso mismo es por cierto lo que propone “Pierre Menard, autor del Quijote”, un cuento —cuyo afectado narrador, por cierto, no es Borges, como queda patente desde el primer párrafo— al que una y otra vez se ha aludido como apología del plagio, equívocamente, en estos días. Es todo lo contrario. Plagiar el Quijote es imposible: todo el mundo (los pocos lectores que representan a todo el mundo) lo conoce. Copiarlo sería insensato, una vez excluida la pasión caligráfica.

No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes.

Probablemente no haya, con exclusión de las escritas por Honorio Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, páginas de Borges más llenas de bromas que las de este cuento. La broma mayor, la gran carcajada, depende de la verdad inmutable de que el Quijote lo escribió, para siempre, Miguel de Cervantes.