El blog de Aurelio Asiain

Todo lo que está aquí ocupa más de 140 golpes de teclado.

Categoría: definiciones

Gerardo Deniz: «El palíndromo es un dios»

—Según el poeta Josué Ramírez, cierta vez le escuchó decir, refiriéndose al palíndromo: «Es un dios». ¿Qué quería decir con esto?
—Quise referirme con estas palabras al hecho de que una curiosa fuerza parece ayudar (o impedir) a la capacidad de escribir palíndromos: hay gente de todas clases y niveles a quienes, sencillamente, los palíndromos no se les dan. En cambio, a otras personas les resulta posible salir del paso con decoro. Es interesante ver la clase de churros a que este fenómeno (o lo que sea) conduce. Por supuesto, la cumbre la alcanza Darío Lancini, como en todo lo que tiene que ver con palíndromos. Pero, además, el dios del palíndromo es tan indefinible como eficaces son sus resultados. Y eso es todo.

 

Gerardo Deniz, en entrevista con Fernando García Ramírez: Letras libres, septiembre de 2004

 

Iluminación ilustrada

Anoté hace años cómo el upāsaka Ch’ang Chiu-ch’en (張九成) ponderaba en el escusado un koan cuando oyó croar una rana y despertó:

春天月夜一聲蛙
撞破乾坤共一家

Noche de luna en primavera. Croa una rana.
Hace añicos el cosmos: lo vuelve una familia.

* * *

Encontré la anécdota y una versión en inglés del poema en The Golden Age of Zen. Zen Masters of the Tang Dinasty de John C. H. Wu, Yangmingshan, Taipei, 1967, pero el texto en esta página. Me pregunto si Bashô…

Y Guillermo Sheridan comentó:

Bueno, es muy hermoso el texto, pero el contexto…
Es imposible no establecer santos paralelos causales entre el croar de la rana y el culo que brama; ni entre la rana en su estanque y el sapo en el retrete, y etcétera.
Por otro lado, como ya narré alguna vez, no sé dónde, hablando de la diocesilla Baubo (o Imabe), un pedo a tiempo no sólo salva al mundo, sino replica, little bang, al cosmos, big bang.

Con lo cual no hacíamos sino comentar, adelantándonos torpemente, el cartón que publicó ayer Jis:

"Otro día". Cartón de ©Jis

«Otro día». Cartón de ©Jis

Adviértase que la última frase en el cartón de Jis, entre la mano izquierda del monje y la onomatopeya entre paréntesis, es una cita de la frase final del más conocido haiku de Bashô: «¡El viejo estanque! / Una rana da el salto. / El sonido del agua». Saque el lector sus conclusiones.

 

Al respecto, Ernesto Hernández Busto me llama la atención sobre esta entrada de Valerio Magrelli en su Ch’e cos’è la poesia, abecedario:

U de Urgencia

Prefiero esta palabra a aquella, más desgastada, de “inspiración”. “Urgencia” indica un movimiento, una presión que impulsa al poeta a escribir en determinado momento, y no en otro. Quizás a alguien el término le pueda parecer inadecuado, por demasiado cercano al universo corpóreo (la pareja digestión-evacuación). Al contrario, el vocablo se recomienda justo por esa cercanía, como han hecho notar muchos escritores.
La analogía entre la poesía y las heces aparece, por supuesto, en las vanguardia, dedicadas al sabotaje y a la mezcla de códigos, pero mucho más sorprendente resulta reencontrarla en un autor post-simbolista como Paul Valéry. Una de sus prosas, titulada Elementos físicos, plantea esta extraña pregunta: ¿por qué razón aquello que sale del cuerpo debería ser más sucio que aquello que ha entrado en éste? Al contrario, rebate Valéry, aquello que echamos fuera debería ser considerado como el purísimo, refinado y sapiente producto de una complicada elaboración.
Y he aquí su desconcertante tesis: “Oh, cuerpo glorioso, ¡algún santo debería mostrar amor por tu mierda! Mientras aún está dentro, es sagrada como si fuese una parte del Yo, y cuando digo ‘yo’ ella también está incluida. Luego se hace notar dentro de mí y se vuelve imperiosa. Un extranjero por expulsar. Y sin embargo sigue siendo MI criatura, mi obra más importante”.
He traducido como “mierda” la palabra francesa “fiente” porque los otros sinónimos están todos en plural (heces, excrementos) y no cubren la singularidad de la producción orgánica que el autor pretende subrayar (“MI criatura, mi obra”) al escoger, sobre todo, el género femenino. Pero nadie, probablemente, ha llegado tan lejos como para parangonar el producto poético con el escatológico, el objeto más sublime con el más vulgar. Y todo esto bajo el signo de la urgencia, o sea, del súbito reclamo de una materia que escapa, empuja y pide prepotentemente ver la luz.

 (Traducción de Ernesto Hernández Busto que tomo de aquí, donde hay más).

Tramposamente

Comentando la entrada anterior de este blog, Luigi Amara insiste en que todo es plagio. Tramposamente.

No, plagio no es un término genérico: designa, desde que fue acuñado hace veinte siglos por Marcial, una copia fraudulenta y ese carácter ilegítimo lo distingue de la alusión, la cita, la glosa, la paráfrasis, la parodia, el pastiche y otras formas de versión textual. Se entiende que Lautréamont lo usara equívocamente para designar, con ánimo provocador, sus procedimientos de subversión del lenguaje poético romántico (utilizando la poética neoclásica de Josef Gómez de Hermosilla, como mostraron Leyla Perrone-Moyses y Emir Rodríguez Monegal en su Lautréamont austral); pero, propiamente hablando, esos procedimientos no son plagios. El equívoco, ciento cuarenta años después, ha dejado de ser revolucionario para convertirse en un lugar común de las solapas de libros, alimentadas de la retórica de, sí, “un largo etcétera” de escritores, algunos brillantísimos.

Lo que no es brillante es apoyar la afirmación de que esa acepción equívoca “es el uso corriente” arguyendo que “es la que empleó Paz cuando se refiere a las paráfrasis de Villaurrutia como plagios (aunque, claro, para decir que son acusaciones rídiculas)”. Sí, eso dice Luigi: si Paz usa la palabra plagio para negar que sea aplicable, muestra que sí lo es.

Enseguida, para afirmar que Montaigne “encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista”, Luigi cita un pasaje célebre… escatimando las palabras inconvenientes, que restituyo en negritas:

Yo no cuento los préstamos de los que me sirvo, mas los peso. (…) Y son todos, o casi, tan antiguos y de nombre tan conocido que me parece que se identifican bastante bien sin mi ayuda. Entre las razones y las invenciones que he trasplantado a mi terreno y que confundo con las mías, he omitido expresamente el nombre de sus autores, para mantener a raya la temeridad de las críticas apresuradas que se arrojan contra toda suerte de escritos, especialmente si son textos jóvenes y de hombres todavía vivos (…) Quiero que le aticen a Plutarco en mis narices y que se cansen de injuriar a Séneca en mi persona. Debo ocultar mis debilidades bajó el crédito de nombres tan respetables.

Montaigne no hace una apología del plagio: justifica sus paráfrasis arguyendo que omite expresamente la atribución para prescindir del argumento de autoridad —no para borrar la autoría.

El plagio es una operación fraudulenta. También lo es recortar las citas para tergiversar el original, como descalificar los argumentos de un autor atribuyéndole intenciones. Para señalar los plagios de Alatriste “en el afán de oponerse a la designación del premio Villaurrutia”, Guillermo Sheridan tendría que ser vidente, porque lleva años haciéndolo.

¿De veras “no es fácil saber si la apropiación o el plagio se deben a la pereza o a la asimilación fisiológica (ni siquiera en los burdos copy paste de Alatriste)”, cuando los textos copiados provienen de la Wikipedia, de Taringa, de la Red Escolar Ilce? Son ganas de hacerse el tonto.

Pero la falacia central es que afirmar la naturaleza fraudulenta del plagio implica mandar al infierno, ipso facto, a todos los escritores que lo han practicado. En sus minuciosas notas Al margen de El sueño erótico en la poesía de los Siglos de Oro de Antonio Alatorre, el filólogo Antonio Carreira encomia cómo en su comentario “Alatorre no busca eufemismos para el plagio”, cuando refiere los de Quevedo, sino que llanamente los llama por su nombre. Lo cual no lo lleva ni a prescindir de Quevedo ni a emprender, para salvarlo, una apología del plagio, elevándolo a la jerarquía de nombre genérico de todas las formas de transmisión textual entre unos autores y otros.

No habría tenido para qué.