El blog de Aurelio Asiain

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Categoría: Octavio Paz

Dos cartas y un pastelazo

El 18 de abril de 1971 Robert Bly publicó en New York Times Book Review una reseña de Configurations, la antología de poemas de Octavio Paz aparecida en New Directions. Mereció la siguiente carta de Donald Keene:

El Editor,
New York Times Book Review,
229 West 43 Calle
Nueva York , N. Y. 10036

Muy señor mío:
Leí con consternación la reseña indigesta de Configurations de Octavio Paz escrita por Robert Bly. Revela más de lo que la mayoría de los lectores quisieran saber sobre Bly pero casi nada, lamentablemente, sobre su pretendido tema: la poesía de Paz. No hace falta decir que lo obtuso de Bly no puede disminuir la importancia de Paz, pero es difícil para un admirador de la poesía de Paz no manifestar indignación. Dejo a los numerosos poetas norteamericanos que han declarado públicamente su deuda con Paz que revelen la seriedad con que planean tomar la advertencia de Bly sobre quedar “entrampados en los escenarios literarios hispanoamericanos”. Puedo decir —y Bly lo habría dicho si hubiera leído a Paz con cuidado— que Paz es, entre los poetas, el menos limitado por los rasgos idiosincráticos de un país o una civilización. Su poesía escrita en la India, generosamente representada en Configurations, ciertamente no está limitada por la «modernidad Hispano-Americana” de la que Bly se burla. Paz, de hecho, no sólo tiene un conocimiento extraordinario de la poesía india, china y japonesa, sino que ha hecho de estas tradiciones un elemento vital de su propia poesía. Bly obviamente desconfía de la experimentación literaria y, al parecer, no aprueba ningún tipo de poesía que no salga «de las entrañas». Tiene derecho a sus prejuicios, pero lo descalifican como reseñista de un poeta que, diga lo que diga Bly, está “pensando de verdad” cuando escribe, y en una escala que debería haber movido a Bly a guardar un respetuoso silencio.
Muy cordialmente,
Donald Keene

No fue la única respuesta. Los ocho miembros del Chicago Surrealist Group le escribieron a Bly esta carta abierta:

Desde hace tiempo estamos perfectamente conscientes de que usted está entre los más despreciable de los cerdos; un enemigo de todo lo que es importante para nosotros en el mundo —el amor y la libertad, por ejemplo—; un cretino reaccionario particularmente repugnante que no merece más que ser empujado a la tumba, junto con esos ejercicios de estupidez imperdonablemente mierdas que su vanidad enfermiza lo ha llevado a confundir con la práctica de la poesía.
Pero su reseña de la poesía de Octavio Paz… excede los límites de nuestra resistencia.
Si alguna vez nos lo topamos en persona, nos proponemos corregir esa reprensible afrenta, que es la medida de su vileza.
La venganza será nuestra, pase lo que pase.

Cinco años después, durante una lectura de poemas en Chicago, Bly recibió un pastelazo en la cabeza, y una lluvia de harina y macarrones (cf.).


Octavio Paz, el diplomático

El título de este documental de Dinorath Ramírez para Canal Once es meramente «100 años de Octavio Paz». El que le pongo a esta entrada es el que usó Jesús Silva Herzog-Márquez en su blog.

Derek Walcott: Lorca, Vallejo, Paz, García Márquez

Vivimos en un contexto de traducción, así es como un español lee a Shakespeare o un antillano La Divina Comedia, pero me parece, en medio de mi inmensa ignorancia, que para el idioma inglés es muy difícil, y acaso también para el temperamento de sus hablantes, adaptarse al idioma español, casi como si hubiera que franquear una aduana de inmigrantes. Se baja de una barrera. No nos fundimos con el idioma español de la misma manera que con la pintura española. No escuchamos de entrada, las campanas de las uvas.

Yo he tenido esa dificultad con Lorca, sobre todo con su Poeta en Nueva York, una dificultad que no se reduce a mi ignorancia del español, aunque pienso que el espíritu del idioma español es probablemente el responsable de sus martirizantes abstracciones, ninguna de las cuales martiriza al lector español, pero eso me pasaba con Vallejo, el Vallejo de Trilce, con el primer Neruda e, incluso, con una porción de «Piedra de sol» de Octavio Paz. Los Lorca, Vallejo, Neruda y Paz que disfruto son aquellos donde el verso abstracto aparece de repente como un muro atravesado por la luz del sol o como un campo iluminado súbitamente por la luz que se filtra por una nube partida en dos:
 
Cantan los niños
en la noche serena
 
de Lorca, la poderosa elegía profética de Vallejo: 
 
Me moriré en París con aguacero 
 
y aquellos pasajes de «Piedra de sol», más cercanos a la ficción y la pintura, que presentan empedrados y balcones y siluetas que se mueven a través de ellos. Del mismo modo que los haikú no funcionan en inglés y paran en humildad afectada, el intento de adaptar el espíritu español al verso inglés tropieza con esta contrastante exigencia de lo real, lo lógico, lo lineal. 

Así, quizá, hasta llegar a García Márquez. Una frase de García Márquez funciona en dos niveles: el nivel del narrador, que en una mitad, o incluso un tercio de la frase asumirá el papel omnisciente del narrador minucioso de Flaubert, luego la frase se desliza, desde la presencia de una voz, no la del narrador, sino la de un entusiasmado testigo que imagina una acción en el idioma corriente, la cual se lee, de entrada como una exageración. Al principio García Márquez me enfurecía, pero luego mudé de oído, y aprendí a acomodar otras voces, a menudo simultáneas, dentro de una frase. En un caso alguien es herido y la sangre cruza la calle y entra en una tienda o en una casa; esta metáfora exasperó mi realismo lógico, que es la naturaleza del idioma inglés; éste argumentaba que la sangre no cruza la calle, ni se arrastra ni entra en una casa. No obstante, yo al principio no comprendía el punto extremo de la exageración que sirve para componer un suceso, una frase, no surreal sino real en el sentido de que así es como la gente narra los acontecimientos, sin cambiar los sustantivos, donde la acción es sustituida por la sangre, y ésta se convierte en el relato de un testigo tranquilo o entusiasmado, en un tiempo verbal, pues dos tiempos se juntan: el pasado de lo que ocurrió en un relato fáctico que solía ser la voz del narrador, y el tiempo presente que prosigue el contexto del suceso, el contenido íntegro con sus dos voces; así, la primera mitad de la frase es la ficción oficial, y la segunda, la parte al parecer exagerada, es la ficción oral o tribal, cuya entonación, en la novela o el relato corto, es el rumor.

Toda obra imaginaria se funda en el rumor, en sucesos que el novelista, o el narrador de relatos cortos, confirma. Comprendo esto ahora porque he prestado oídos a la segunda voz, eso que sobrepasó la barrera o el meridiano de la frase, su censura oculta; entonces escuché el sonido del colombiano, de manera que la voz tribal de Macondo pasó a ser asimismo la de cualquiera de los pueblos costeros de mi propia isla; y así nada me pareció más natural y, también más ineludible, que la prosa de García Márquez.

 

 

En «Un caballero que no se acalora» de  Derek Walcott. Conferencia magistral de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar en Guadalajara el 9 de marzo de 2000. Traducción de José Luis Rivas. El texto completo, aquí.

 

 

De Teotihuacán a Venecia con Octavio Paz

Con algunos cortes, para no rebasar los tres minutos acordados, pero también para no propiciar en la audiencia una imagen equivocada, estas fueron las líneas con que contribuí al “Retrato coral de Octavio Paz” al que me invitaron a participar en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México el 31 de marzo pasado, centenario del nacimiento del poeta.

En “Himno entre ruinas”, poema inicial de La estación violenta, hay estos versos célebres:

En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana,
suenan guitarras roncas.
¿Qué yerba, qué agua de vida ha de darnos la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?

Un día, Octavio Paz me confirmó lo que sospechaba: esos muchachos eran él mismo y sus amigos. No recuerdo ya el nombre del que lo había iniciado pero sí que fue en Acapulco, en la resaca de una ruptura amorosa. Me habló de caminatas largas por la playa, de lentos atardeceres en La Quebrada, de visiones cambiantes y, recuerdo bien la frase, de “las perspectivas sorprendentes de un cuadro de Chirico” que habían observado al final de una cena en casa de amigos en París, muchos años después. Guillermo Cabrera Infante cuenta cómo, durante una reunión en su casa en la que se encontraban Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz y Héctor Manjarrez, los dos primeros rechazaron, uno con la excusa de que no necesitaba drogas para divertirse y el otro arguyendo que debía ponerse a trabajar, la rebanada de pastel de marihuana que el poeta no dudó en devorar. En mi imaginación, el departamento londinense y el parisino son el mismo en que, durante una cena con señoras elegantes, José Bianco y Octavio Paz inhalan cocaína ante el cuadro de Chirico que siempre me he representado como El misterio de la hora, pero con marineros ocultos en los portales y cuyos puños dejarán más tarde, hacia la madrugada, unas huellas en el rostro feliz de José Bianco. Esto último ocurre en Marsella, pero la imaginación abre perspectivas sorprendentes.

No era un propagandista de las drogas pero tampoco un puritano. Mucho antes que Milton Friedman, se pronunció por la despenalización e insistió en que el mal no estaba en sustancia alguna sino en una sociedad que ofrecía como salidas puertas falsas. Le preocupaba mucho más el alcoholismo que había acabado no solo con tantos amigos y compañeros de generación, sino con su padre:

Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablábamos siempre de otras cosas.

Un poeta entonces amigo me contó su sorpresa cuando Octavio, al que veía por primera vez, le dijo al verlo asir un caballito de tequila: “Usted bebe demasiado: se ve en la manera en que tomó el vaso. Cuídese.” ¿Cuántas veces me habrá descrito, atribulado, al “pobre de Pepe Revueltas” en el piso, en cuatro patas, rodeado por un grupo de jóvenes borrachos y gritando “¡Soy un perro, Octavio, soy un perro miserable!” ¿Cuántas veces habrá evocado la figura de José Alvarado corriendo por la casa de La Bandida envuelto en una sábana? Al hablar sobre José Gorostiza, era frecuente que se refiriera a los cajones de su escritorio, llenos de medicinas unos, de botellas de whisky otros: “Pepe se llenaba de trabajo y de enfermedades imaginarias para huir de una melancolía que ahogaba todas las noches en alcohol”. (¡Cuántos Pepes: Alvarado, Revueltas, Gorostiza! ¿Habrá en el nombre de José alguna condena?)

Disfrutaba beber, sin embargo. Cuando lo visitaba en su departamento en Reforma, siempre al caer la tarde, era costumbre que hacia las nueve, una vez agotados los asuntos de trabajo y ya que la conversación se internaba por terrenos a la vez más próximos y más impredecibles, Marie-José apareciera en la biblioteca con una botella de whisky, vasos y hielos, o a veces con una de jerez y copas.

Mi mejor whisky con Octavio Paz ocurrió en circunstancias curiosas, en 1991. Había ido yo, hacia las siete de la noche, a sacar dinero de un cajero automático en la calle de Oaxaca, en la colonia Roma. Al salir, en el momento en que introducía la llave en la puerta del automóvil, dos sujetos me encañonaron con sus pistolas, uno a cada costado, mientras otro lo hacía desde el otro lado del auto. Les dije que se llevaran el auto pero me obligaron a ocupar el asiento trasero, acostado, con la cabeza en las piernas de uno de ellos, su pistola en mi sien. Me llevaron a otro cajero y luego me metieron en la cajuela y dieron vueltas durante un par de horas, antes de estacionarse y bajar, dejando el motor encendido. Esperé unos segundos, hice saltar con las piernas el asiento trasero, me senté al volante lo más rápidamente que pude y arranqué en reversa. Estaba en una calle de la Zona Rosa, a media cuadra de Reforma, y la casa más cercana de alguien conocido era la de Octavio y Marie-José. Me dirigí hacia allá, toqué y pregunté por el señor. Octavio apareció en bata, algo desconcertado de que me presentara a esa hora —debían de ser las diez la noche— y sin avisar. “¿Qué pasa?” Hasta entonces había mantenido la cabeza fría, pero apenas lo vi me temblaron las piernas y empecé a tartamudear. “Te voy a hacer un caldo de pollo”, dijo Marie-José. “¿Cómo un caldo de pollo?” —exclamó Octavio. “!Un whisky. Doble!” No pude contarle nada hasta que lo bebí. Cuando escuchó mi narración su primer impulso fue, típicamente, ir tras ellos. Me costó trabajo disuadirlo. Después pensó en llamar a la policía (y lo hizo más tarde, cuando yo me había ido, pese a mis protestas de que sería inútil, como lo fue). Pero luego hablamos, como siempre, de libros y sobre todo al final, largamente, de las memorias de Casanova —la fuga de la cárcel de Los Plomos, desde luego. Volví a mi casa de muy buen humor tras la aventura.

Aurelio Asiain