¿Habrá otro poeta mexicano en cuyos versos se coma tanto y tan sabrosamente como en los de Guillermo Prieto, quien celebró el mole de guajolote mucho antes que los estridentistas? Copio aquí, entre varios, este cuadro de costumbres: celebración de la comida y, más que la comida, el gusto y la lengua —la que habla y saborea y juega los juegos del antojo y el deseo—, nomás por el hambre que me dio releerlo.
CONVITE
—Acérquese, don Cirilo,
que este mole es de pepita;
háganle campo; tú, Rita,
platica con el siñor.
—Qué Dios bendiga lo bueno,
y a tanta preciosa niña.
—¿Blanco? ¿De almendra? ¿de piña?
—Del que me haga usted favor.
—Arrímate, Madalena;
usté por aquí, compadre,
entremedio de mi madre
lado a lado de fray Blas.
Por allí, frente por frente,
los señores de Palacio.
Usté, padre don Inacio,
¿por qué se ha quedado atrás?
Tú, Carlota, a los amigos,
buenos asientos prepara.
Tú que eres la melitara
hazle corte al coronel.
Allí te espera, Ponciana,
la mesa de los chiquitos,
por allá los pollos fritos
y las papas y el misté.
Que venga acá la cazuela
y el pavo con la lechuga:
¿le gusta a usté la pechuga?
—Eso, compadre, asegún.
—¿Usted pierna, padrecito?
una sola no es pecado.
—Que se calle el malhablado.
—La malhablada eres tú.
Óyense sonar los platos,
los vasos forman repique;
dejen que el pulque se explique,
y lo bueno se verá.
La risa incendia las almas;
con la bulla tiembla el viento,
retoza el entendimiento
de delicias en un mar.
Los chicos dejan sus puestos,
y corren armando gresca;
la olla de la chicha fresca
quiere apagar el calor.
Las tostadas esponjosas
entre los dientres se quiebran:
los más golosos celebran
los tamales de frijol.
Pepa, para los ausentes
prepara los bocaditos;
todo es frasca, todo gritos
y todo amistad y amor.
¿Qué fue el aplauso? Los chistes
entre la blanca nogada,
con sus granos de grananda
y su verde perejil.
Es el plato, la bandera
de la nación mexicana:
Dios bendiga a la poblana
que lo supo dirigir.
Esa de ojos de paloma
está redamando amores;
esa vieja con las flores
se siente reverdecer.
Celos, pasión, cuchicheo,
miradas que dan calambre,
y remedios para el hambre…
y ternezas a granel.
Ruge el placer con sus galas,
los corazones se llenan
de calor, los huesos truenan
y es fósforo cada cual.
Y Pepita, la señora,
la que comanda la fiesta,
anima, halaga, contesta
con su pimienta y su sal.
Escúchase en la cocina
estruendoso carcajeo;
el fraile exclama Laus Deo
cada vaso al apurar.
¡Bomba! Gritan. —Don Lupijo,
el de acontecida ropa,
en alto tiene la copa
y no le dejan hablar.
Al fin dice… “Pues yo brindo
porque en esta concurrencia
cada cual su conveniencia
busque con fuerza mayor.
Y que por fin y por postre,
cuando triunfe el dios Cupido,
cada quien tenga su nido
en el árbol del amor”.
Truena el aplauso en los aires
y se arrecia la jarana;
se escucha la alegre diana,
que la música llegó…
Después, después, no recuerdo
lo que al fin sucedería;
yo desperté hasta otro día…
y no sé lo que pasó.