Elogio del viajero


La editorial Arquine publicó hace poco Viaje a Japón II. Julio del 2006, segundo de una serie de tres diarios de viaje de Teodoro González de León. Este es el prólogo.

 

Tokio está un poco más cerca de la ciudad de México que Atenas y apenas más lejos que Roma, en términos absolutos; viajando hacia occidente, el centro de Occidente le queda a los mexicanos mucho más lejos que el Extremo Oriente. Pero para México, como para el resto del mundo, Japón sigue siendo el lugar más remoto imaginable, y no solo geográficamente. Las razones son muchas pero se resumen quizá en esta: es un país que parece definitivamente distante porque es en efecto radicalmente diferente. Lo puede ser incluso para quienes se han afincado aquí. Donald Richie, cuando en una entrevista le preguntaron por qué se había quedado a vivir en Japón, donde ha pasado más de sesenta años, respondió: porque no hay día en que algo de los japoneses —un gesto, una idea, un modo de hacer las cosas— no me sorprenda. Para decirlo con dos líneas de Octavio Paz en las que Donald Keene ha visto la mejor incitación a interesarse en Japón: es un país que nos enfrenta con “otra visión del mundo, distinta a la nuestra pero no mejor ni peor; no un espejo sino una ventana que nos muestra otra imagen del hombre, otra posibilidad de ser”.

Durante los diez años que hemos vivido en Japón hemos debido ejercer de guías de turistas con mexicanos de paso. Una función que, según el viajero de que se trate, puede ser fascinante o abrumadora. Ante una realidad en la que aun los gestos resultan no ser un lenguaje universal —aquí la sonrisa es signo de cortesía, no muestra de simpatía, y un abrazo puede sentirse como una agresión— , el extranjero reacciona abriéndose o cerrándose. Las reacciones suelen ser extremas. Hay quienes, temerosos de moverse solos, se acogen a los paseos preparados para ver de bulto, por la ventanilla del autobús, lo que conocen por mil fotografías. No son pocos los que camino al restaurante le advierten a su anfitrión que no toleran el pescado crudo, pero el inolvidable preguntó, apenas salido del aeropuerto, dónde podía encontrar comida mexicana. Era un aventurero, comparado con el que dedicó su primer día en Tokio —un domingo espléndido— a reponerse del viaje, encerrado en su habitación.

Teodoro González de León se encuentra en el extremo contrario. Es uno de los mejores viajeros que cabe imaginar. Su curiosidad es infatigable. Quiere verlo todo, y verlo además con atención minuciosa. Lo cual supone no solo la mirada alerta y el ánimo dispuesto sino también la información previa. Prescindir de los guías del lugar, avanzar al propio ritmo y, además, prepararse seriamente. Al recorrer cualquier edificio, antiguo o moderno, sus observaciones revelan que antes de verlo con sus propios ojos lo ha estudiado con cuidado en guías y libros de arquitectura, pero también que lo ha vislumbrado y aun recorrido en páginas de novelas y líneas de poemas. Está enterado de los estilos, las formas de construcción, los materiales empleados; sabe lo que hay de peculiar en cada obra, se demora en comentar con el acompañante tal o cual detalle técnico —el ensamblaje de dos vigas, la pintura de una barda, la curvatura de una senda de piedra—, pero no viaja para confirmar lo sabido, como quien va en busca de la tarjeta postal, sino para ver de verdad por vez primera. A cada paso se asombra: “¡Qué maravilla!” “¡Mira nada más!” No es raro que, al doblar una esquina o traspasar un umbral, con un gesto característico suyo, se detenga, sorprendido. La sorpresa lo yergue, y entonces parece observar desde un mirador, como quien estudia el campo de batalla. O tal vez como quien considera el terreno de construcción.

Porque es siempre un arquitecto. Sus libretas están llenas de planos, estudios de perspectiva, seguramente apuntes para posibles proyectos. Pero ese arquitecto es también un pintor, un escultor, un melómano, un lector de poesía y literatura y un hombre de ideas. La conversación, mientras recorremos cada lugar, va también de un lado a otro, pero por espacios más vastos y hasta lugares más alejados. En Kamakura, al entrar en el Engaku-ji y ver dos mujeres en kimono, recuerda un pasaje de Kawabata. Unos pasos más adelante, la visión inesperada de un arquero que practica el tiro al blanco le hace evocar el Heike Monogatari. Otro día, sabe escuchar las risas de los fieles en el Todai-ji con el oído de Borges. En Kobe, naturalmente, piensa en Tanizaki y las hermanas Makioka.

La exploración de los lugares vistos por primera vez se desdobla en un viaje memorioso. La agenda prevista y seguida rigurosamente cada día para visitar un museo y algunos edificios emblemáticos y emprender una caminata exploratoria por tal o cual zona era, en más de un sentido, un peregrinaje. El viaje de estudio era disciplinado pero sobre todo fervoroso y apasionado. En cada encuentro con un nuevo espacio, abierto o cerrado, mínimo o grandioso, lo veíamos dialogar con su memoria y sus ideas. Más de una vez debió desechar lo sabido y repensarlo de nuevo. Es un viajero dispuesto siempre a sorprenderse pero que no teme decepcionarse.

Teodoro González de León llegó por primera vez a Japón en 2005, en la víspera de sus setenta y nueve años. Fue un viaje largamente postergado y que, sin embargo, produjo en él una verdadera conmoción. Le reveló una forma distinta de entender el espacio en la arquitectura, que influiría claramente en sus obras posteriores, pero también muchas otras cosas no menos decisivas, para el arquitecto lo mismo que para el artista y el intelectual que conviven en él. Parecerá extraño que una revelación como esta ocurra cuando ya se ha pasado la primera juventud, pero quizá sea algo propio del encuentro con Japón. Claude Lévi-Strauss escribió que su primera visita al país, casi a los setenta años, había operado “un véritable tournant dans ma pensée et dans ma vie”; Borges, a los ochenta, escribió que se había sentido ante “una cultura harto más compleja que la nuestra”.

El diario del primer viaje de Teodoro da testimonio de una revelación no menos definitiva. Eso explica que cuando lo invitamos a venir por segunda vez, al año siguiente —me desempeñaba entonces como agregado cultural de la embajada y propuse su nombre—, para participar en una reunión que en principio era de intelectuales y artistas pero terminó siendo, ay, sobre todo de funcionarios, aceptara de inmediato, pese a lo cercano de la fecha. En esa reunión —se llamaba, pomposamente, “Cumbre cultural”— a Teodoro le tocó abrir, con una presentación de su proyecto de rehabilitación de la cuenca lacustre del Valle de México, que supo enlazar con una descripción del efecto que había tenido en él encontrarse con una cultura, la japonesa, en la que la relación con el entorno natural establecida por la arquitectura era precisamente ese que el proyecto que presentaba pretendía restaurar en México.

Participar en esa reunión del verano de 2006 era, seguramente, nada más que un pretexto para proseguir su exploración o, ya lo dijimos, su peregrinaje. Para nosotros, que lo acompañamos la mayor parte del tiempo, fue también una experiencia decisiva. Vimos con otros ojos lo que ya habíamos visto pero además aprendimos a ver de otro modo.

Aurelio Asiain y Monserrat Loyde,

Kioto. Enero, 2012.

Museo Municipal de Arte de la Ciudad de Toyota, 5 de junio de 2005

Teodoro González de León.
Museo Municipal de Arte de la Ciudad de Toyota, 5 de junio de 2005.
© Aurelio Asiain

TGL Miho

Teodoro González de León con Alberto Kalach en el Museo Miho,
9 de octubre de 2009
© Aurelio Asiain