
Ida de forma
Lo primero que conocí de Pablo Helguera fueron sus palíndromos. En 1988 publicamos algunos en un número de la revista Vuelta. Luego lo vi escribirlos más de una vez, con otros aficionados menos obsesivos que nosotros, en la mesa del comedor de su hermano Luis Ignacio, durante unas reuniones en que la seriedad con que nos entregábamos a armar nuestras frases ―un palíndromo no se redacta: se construye― contrastaba con el delirio circundante, reflejado y ahondado en cambio en los propios palíndromos. Los recibí después durante algunos meses en que cambiamos correspondencia palindrómica por el correo electrónico. Le pedí algunos para el número sobre escritores raros de la revista (paréntesis),
y lo que me envió fueron dibujos: formas simétricas de frases reversibles, que figuraban esculturas totémicas de alguna religión erigida sobre oráculos en espiral. Varios años después leí, porque alguien me lo envió desde México (hace ya diez que vivo en Japón), uno muy largo, de más de quinientas palabras, escrito para una exposición y publicado en un diario.
En cambio no he asistido a sus exposiciones, aunque he leído sobre ellas, en escritos suyos y de otros comentaristas, y alguna vez he visto su work in progress en su estudio. Conozco, claro, sus ensayos y sus crónicas, sus poemas y sus cuentos, que sin duda tendrán en el futuro cercano, con los de otros expatriados mexicanos, un papel más decisivo en la articulación del orden literario contemporáneo del que han advertido los críticos locales. De modo que si, la imagen que tengo de Pablo Helguera es la de un artista, ese artista es ante todo un escritor y en ese escritor, de verso y prosa diversa, es primordial la afición a la escritura de palíndromos.
Una afición, pensará el lector, liminar en un artista de ejercicio tan variado y de tan vasto discurso, y una actividad, no se me escapa, que la mayoría solo a regañadientes consideraría artística y más fácilmente relegaría a la condición de ocioso juego de antesala o laborioso pasatiempo neurótico. Pero me parece también claro que buena parte de la obra de Pablo se despliega precisamente en una zona en que con premeditación, alevosía y ventaja se confunden el arte y su comentario, el gesto y su discurso, el arte y aquello que convencionalmente llamamos “el mundo del arte”, y en la que alternan el curador, el teórico, el cronista y el comentarista ocasional con el profesor y el conferenciante y el espectador enterado, oficios y funciones que el propio artista cumple; y estoy seguro, por eso, de que en la pasión palindrómica hay más de una clave de su obra: ¿hay algo más ambiguo y con más dobleces, y a la vez más definitivo y sin vuelta de hoja que un palíndromo?
En el palindromista se conciertan un escritor consciente en extremo, pendiente de la posición que ocupa ya no solo cada palabra sino además cada letra, y un lector con la mayor disponibilidad para obedecer a los dictados de la escritura y sus giros súbitos, las contorsiones de la sintaxis, la incesante deriva del sentido. En orden a la simetría, el constructor de palíndromos se arriesga a todos los desequilibrios y desfiguros; pero, contra lo que suele pensarse, no es el orden geométrico su fin último: es solo el medio inevitable de la revelación. El palindromista es un oficiante fervoroso, y está tan presto a aceptar a cualquier dios como a descreer de todos, a cambio de no perder la cuenta del rosario y no soltar la cuerda del retorno. El palindromista encuentra sentido en donde otros no verían sino disparate y sabe al mismo tiempo que eso a que se entrega con escrúpuloso rigor es una broma desmesurada. La rama o el guijarro tirados en la calle, la frase que el recuerdo distorsiona, la nota de un violín que desafina, cualquier cosa es oráculo, pero no hay dios sin ironía.
Los palíndromos son formas de escritura automática. Pero no la predicada y dudosamente practicable de los surrealistas ―en la que lo automático es más bien el escritor― sino la de muchos de los juegos del Oulipo, el taller de Literatura Potencial, en los que no hay flujo de la conciencia, no hay desbordamiento de la marea inconsciente, sino juego de espejos. Espejos que son ventanas abiertas hacia adentro ―y ya se sabe: allí cuelgan trapos al sol. El palindromista es un reflexivo, y como la ropa suele desacomodársele y asomar las puntas, es también un espectador acostumbrado a mirar de lado. Es irónico siempre, inevitablemente. Sabe que todo ha de leerse no solo en otro sentido sino en sentido contrario. Sabe, también, que solo se lee por primera vez la segunda vez y que cada texto es distinto de sí mismo desde la primera lectura. No cree, por eso, en las identidades inmutables sino en las metamorfosis. Sabe, sobre todo, que su forma de escribir es la lectura.
Eso es quizá sobre todo Pablo Helguera: un artista de la lectura, la relectura, la lectura en sentido contrario, el dislocamiento del sentido. Lo mismo si explora vidas paralelas de artistas raros reales o imaginarios que si ironiza, por escrito o a línea, sobre el mundo del arte, y ya sea que siente las bases de una estética burocrática o transcriba los poemas excepcionales de Rodolfo Limonini y otros heterónimos, en plan de autor del libreto o actor o funámbulo empresario, lo que nos ofrece no se presenta sino como una versión secundaria de las cosas. Ya se sabe: los palindromistas no se consideran escritores y saben, sobre todo, que no son autores. O lo son apenas como un artesano fabricante de caleidoscopios lo es de las figuras que observa el ojo por la mirilla.
Tangencial, caleidoscópica y fragmentaria es la visión que Quodlibet ofrece del Palacio de Bellas Artes: no tanto del edificio cuanto de la institución imaginaria, a un tiempo íntima y política, que el edificio ocupa, como espacio simbólico, en la cultura mexicana contemporánea. Espacio, apenas hace falta decirlo, tejido de contradicciones: un edificio proyectado para gloria del porfirismo que se resuelve en símbolo y galería de la revolución institucionalizada, un espacio de consagración canónica que es a la vez símbolo popular, un ícono nacional de rasgos y progenie esencialmente europeo.
La lectura que Pablo Helguera hace de ese espacio es, naturalmente, irónica y tangencial: junto a la documentación habitual y con preferencia sobre ella hace uso, por un procedimiento no infrecuente en su obra, de elementos ancilares: la utilería, los programas de mano, los libros conmemorativos, los maniquíes y trajes y otros objetos que guardan las bodegas, las anécdotas secundarias, para armar con ellos no un relato ―me rechina como uña en el vidrio el anglicismo narrativa, tan de moda― sino sus frases posibles, sus motivos, sus escenarios, sus tonos y acentos, los términos tal vez de sus metáforas. Con esas mismas piezas podría hacerse sin duda un ejercicio de nostalgia, pero aquí lo entrañable de la memoria está justamente puesto entre comillas y mirado de soslayo, como lo está la memoria misma. Quizá porque la “íntima tristeza reaccionaria” es uno de sus fantasmas recurrentes, al elaborar esta muestra Pablo ha procedido ante todo a desbaratar la memoria: a intervenir ―el término es militar, por supuesto― en las piezas que la nutren, recortándolas y forzándolas a producir así otro texto. Su lectura de la Suave patria o la de los programas de mano, como las de los vestidos y decorados, nos las vuelve paradójicamente inaccesibles, subrayando su carácter inevitablemente fragmentario. Pero así muestra algo que debería ser evidente: es la distancia lo que nos une a esas ruinas.
Es común que, con un acento u otro, se vea al Palacio de Bellas Artes como un gran pastel de bodas, y Pablo Helguera usa también la imagen al hablar de la muestra. Pero lo que la muestra revela es otra cosa. Podría uno decir que, para llevarnos ante el pastel, ha elegido trazarnos el camino con migajas, como Hansel y Gretel en el cuento de los hermanos Grimm, o Pulgarcito en el de los Perrault. Solo que para ello no ha podido usar otras migajas que las del propio pastel. ¿Qué es lo que ha quedado? Una magdalena proustiana. Un camino de vuelta: un palíndromo.
Escrito para el catálogo de la exposición.