El blog de Aurelio Asiain

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Mes: mayo, 2012

Por la orilla del río colorado


*

No sé qué tengan que ver los pajaritos de las fotografías con la vaca del poema, ni por qué el único crédito visible sea para Silvia Meyer y no para el autor de las líneas a las que ella puso música y dio voz: el poeta uruguayo Enrique Fierro (Montevideo, 1942), pero el resultado no está mal. Aquí puede leerse el poema completo, y siguiendo este enlace podía leerse antes un comentario de Guillermo Sheridan.


I

Quiero ver una vaca
Quiero ver una vaca colorada
Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde

Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde
De un día de febrero

Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde
De un día de febrero
En un campo verde

Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde
De un día de febrero
En un campo verde
O amarillo

II

Viene y va
La vaca colorada
Por la orilla del río
Enamorada

Nada vio
La vaca colorada
Que viene y va
Por la orilla del río
Colorado

Vaca será
Más vaca enamorada
La vaca que viene y va
Y nadie vio
Por la orilla del río
Colorado

Entre una idea
Y una vaca colorada
Me quedo con la vaca colorada

ENRIQUE FIERRO

Himno de las ranas

Rig Veda, Mandala 7, Himno 103 

1. Nueve meses yacieron sin moverse, brahmines fieles a sus votos,
las ranas que ahora alzan sus voces, en la inspiración de la lluvia.

2. Cayó el caudal del cielo sobre las que yacían, pieles resecas en
el lecho del estanque,
e iniciaron las ranas su croar al unísono, como vacas con
sus becerros.

3. La estación de las lluvias ha llegado, llueve en las que esperaban,
sedientas y anhelantes,
cuál croa y cuál se acerca a la llamada, cuál se pega a la otra
como el crío a la madre.

4. Una recibe a otra en regocijo, en el curso del agua se deleitan,
y la rana empapada salta, y la moteada une su voz a la verdosa.

5. Cada una repite otra voz, tal siguiendo al maestro en la lección,
y cada cual es una con su voz, y son todas las voces una misma,
como en el canto que repite la lección de la lluvia.

6. Muge una como vaca, como becerro bala otra; esta es moteada,
verdosa aquella,
llevan un mismo nombre y sin embargo varía su figura, y modulan
su voz diversamente cuando croan.

7. Como en la ceremonia nocturna los brahmines cantan alrededor
del ánfora de soma rebosante, igual que en torno a un lago,
así ustedes en torno del estanque se juntan para honrar este día
entre todos los días, ranas, el primero de la estación de lluvias.

8. En el rito del soma los brahmines hablaron, dijeron sus plegarias,
y los grandes maestros, calientes y sudando, aparecieron y se
mostraron, y ninguno quedó oculto.

9. Los hombres han seguido el orden divino de los doce meses,
y obedecen a la estación.
Y cuando al fin del ciclo vuelve la estación de las lluvias,
todo aquello que ardía se alivia y se relaja.

10. Ya los dones de aquella que muge como vaca, los de aquella
que bala cual cordero, y los de la la moteada y la verdosa
se nos han concedido.
Las ranas nos han dado centenares de vacas y en el rito del soma
prolongan nuestras vidas.

Versión de AURELIO ASIAIN*

* Las tres versiones directas al inglés de este Himno —las de Ralph T.H. Griffith, Gautama V. Vajracharya y Wendy Doniger O’Flaherty— difieren tanto en cierto punto que ésta, que las combina y confunde, podría alejarse menos ahí que alguna de ellas del incierto original. A cambio se toma, es cierto, alguna libertad considerable. La más importante es la del género, que en sánscrito es neutro y en inglés oscilante, y aquí ha quedado en femenino hasta volver madre al padre. No hace falta explicar por qué.

*
Antes puesto aquí.

La candidata y los tuiteros

Antes de que los periodistas y luego los opinadores llegaran a Twitter, y mucho antes de que los remilgosos escritores profesionales cedieran a la curiosidad o al fervor militante, las cuentas con más seguidores y mayor repercusión eran de tuiteros, digamos, en estado puro, que no venían de otros medios ni traían de ellos su pluma ni sus lectores. Tampoco parecían importarles mayormente: sus asuntos eran muy diversos, pero no abarcaban la vida política del país. Por eso fue notable que uno de ellos, @ChumelTorres, aprovechara la visita a Chihuahua de la candidata del PAN, Josefina Vázquez Mota, para hacerle, con otros tuiteros invitados por él, una entrevista transmitida en vivo, con un cuestionario integrado con preguntas seleccionadas entre las miles enviadas por sus seguidores de Twitter. Ojalá los otros candidatos acepten participar en el ejercicio: este valió la pena.

La grabación de la entrevista puede verse aquí

Fénices y gorriones

Los fénices compiten. Y también los gorriones.
Unos ante el santuario, otros tras la pagoda.
Los leales me son útiles, sean o no elegantes.

* * *

De la versión inglesa de John Balaban en
Ca Dao Viêt Nam. Vietnamese Folk Poetry,
Copper Canyon Press, Washington, 2003.

Fighting Sparrows. ©Olga Yakovenko

Duda

©Bernard Plossu: Le sommeil

©Bernard Plossu: Le sommeil

 

Elogio del viajero


La editorial Arquine publicó hace poco Viaje a Japón II. Julio del 2006, segundo de una serie de tres diarios de viaje de Teodoro González de León. Este es el prólogo.

 

Tokio está un poco más cerca de la ciudad de México que Atenas y apenas más lejos que Roma, en términos absolutos; viajando hacia occidente, el centro de Occidente le queda a los mexicanos mucho más lejos que el Extremo Oriente. Pero para México, como para el resto del mundo, Japón sigue siendo el lugar más remoto imaginable, y no solo geográficamente. Las razones son muchas pero se resumen quizá en esta: es un país que parece definitivamente distante porque es en efecto radicalmente diferente. Lo puede ser incluso para quienes se han afincado aquí. Donald Richie, cuando en una entrevista le preguntaron por qué se había quedado a vivir en Japón, donde ha pasado más de sesenta años, respondió: porque no hay día en que algo de los japoneses —un gesto, una idea, un modo de hacer las cosas— no me sorprenda. Para decirlo con dos líneas de Octavio Paz en las que Donald Keene ha visto la mejor incitación a interesarse en Japón: es un país que nos enfrenta con “otra visión del mundo, distinta a la nuestra pero no mejor ni peor; no un espejo sino una ventana que nos muestra otra imagen del hombre, otra posibilidad de ser”.

Durante los diez años que hemos vivido en Japón hemos debido ejercer de guías de turistas con mexicanos de paso. Una función que, según el viajero de que se trate, puede ser fascinante o abrumadora. Ante una realidad en la que aun los gestos resultan no ser un lenguaje universal —aquí la sonrisa es signo de cortesía, no muestra de simpatía, y un abrazo puede sentirse como una agresión— , el extranjero reacciona abriéndose o cerrándose. Las reacciones suelen ser extremas. Hay quienes, temerosos de moverse solos, se acogen a los paseos preparados para ver de bulto, por la ventanilla del autobús, lo que conocen por mil fotografías. No son pocos los que camino al restaurante le advierten a su anfitrión que no toleran el pescado crudo, pero el inolvidable preguntó, apenas salido del aeropuerto, dónde podía encontrar comida mexicana. Era un aventurero, comparado con el que dedicó su primer día en Tokio —un domingo espléndido— a reponerse del viaje, encerrado en su habitación.

Teodoro González de León se encuentra en el extremo contrario. Es uno de los mejores viajeros que cabe imaginar. Su curiosidad es infatigable. Quiere verlo todo, y verlo además con atención minuciosa. Lo cual supone no solo la mirada alerta y el ánimo dispuesto sino también la información previa. Prescindir de los guías del lugar, avanzar al propio ritmo y, además, prepararse seriamente. Al recorrer cualquier edificio, antiguo o moderno, sus observaciones revelan que antes de verlo con sus propios ojos lo ha estudiado con cuidado en guías y libros de arquitectura, pero también que lo ha vislumbrado y aun recorrido en páginas de novelas y líneas de poemas. Está enterado de los estilos, las formas de construcción, los materiales empleados; sabe lo que hay de peculiar en cada obra, se demora en comentar con el acompañante tal o cual detalle técnico —el ensamblaje de dos vigas, la pintura de una barda, la curvatura de una senda de piedra—, pero no viaja para confirmar lo sabido, como quien va en busca de la tarjeta postal, sino para ver de verdad por vez primera. A cada paso se asombra: “¡Qué maravilla!” “¡Mira nada más!” No es raro que, al doblar una esquina o traspasar un umbral, con un gesto característico suyo, se detenga, sorprendido. La sorpresa lo yergue, y entonces parece observar desde un mirador, como quien estudia el campo de batalla. O tal vez como quien considera el terreno de construcción.

Porque es siempre un arquitecto. Sus libretas están llenas de planos, estudios de perspectiva, seguramente apuntes para posibles proyectos. Pero ese arquitecto es también un pintor, un escultor, un melómano, un lector de poesía y literatura y un hombre de ideas. La conversación, mientras recorremos cada lugar, va también de un lado a otro, pero por espacios más vastos y hasta lugares más alejados. En Kamakura, al entrar en el Engaku-ji y ver dos mujeres en kimono, recuerda un pasaje de Kawabata. Unos pasos más adelante, la visión inesperada de un arquero que practica el tiro al blanco le hace evocar el Heike Monogatari. Otro día, sabe escuchar las risas de los fieles en el Todai-ji con el oído de Borges. En Kobe, naturalmente, piensa en Tanizaki y las hermanas Makioka.

La exploración de los lugares vistos por primera vez se desdobla en un viaje memorioso. La agenda prevista y seguida rigurosamente cada día para visitar un museo y algunos edificios emblemáticos y emprender una caminata exploratoria por tal o cual zona era, en más de un sentido, un peregrinaje. El viaje de estudio era disciplinado pero sobre todo fervoroso y apasionado. En cada encuentro con un nuevo espacio, abierto o cerrado, mínimo o grandioso, lo veíamos dialogar con su memoria y sus ideas. Más de una vez debió desechar lo sabido y repensarlo de nuevo. Es un viajero dispuesto siempre a sorprenderse pero que no teme decepcionarse.

Teodoro González de León llegó por primera vez a Japón en 2005, en la víspera de sus setenta y nueve años. Fue un viaje largamente postergado y que, sin embargo, produjo en él una verdadera conmoción. Le reveló una forma distinta de entender el espacio en la arquitectura, que influiría claramente en sus obras posteriores, pero también muchas otras cosas no menos decisivas, para el arquitecto lo mismo que para el artista y el intelectual que conviven en él. Parecerá extraño que una revelación como esta ocurra cuando ya se ha pasado la primera juventud, pero quizá sea algo propio del encuentro con Japón. Claude Lévi-Strauss escribió que su primera visita al país, casi a los setenta años, había operado “un véritable tournant dans ma pensée et dans ma vie”; Borges, a los ochenta, escribió que se había sentido ante “una cultura harto más compleja que la nuestra”.

El diario del primer viaje de Teodoro da testimonio de una revelación no menos definitiva. Eso explica que cuando lo invitamos a venir por segunda vez, al año siguiente —me desempeñaba entonces como agregado cultural de la embajada y propuse su nombre—, para participar en una reunión que en principio era de intelectuales y artistas pero terminó siendo, ay, sobre todo de funcionarios, aceptara de inmediato, pese a lo cercano de la fecha. En esa reunión —se llamaba, pomposamente, “Cumbre cultural”— a Teodoro le tocó abrir, con una presentación de su proyecto de rehabilitación de la cuenca lacustre del Valle de México, que supo enlazar con una descripción del efecto que había tenido en él encontrarse con una cultura, la japonesa, en la que la relación con el entorno natural establecida por la arquitectura era precisamente ese que el proyecto que presentaba pretendía restaurar en México.

Participar en esa reunión del verano de 2006 era, seguramente, nada más que un pretexto para proseguir su exploración o, ya lo dijimos, su peregrinaje. Para nosotros, que lo acompañamos la mayor parte del tiempo, fue también una experiencia decisiva. Vimos con otros ojos lo que ya habíamos visto pero además aprendimos a ver de otro modo.

Aurelio Asiain y Monserrat Loyde,

Kioto. Enero, 2012.

Museo Municipal de Arte de la Ciudad de Toyota, 5 de junio de 2005

Teodoro González de León.
Museo Municipal de Arte de la Ciudad de Toyota, 5 de junio de 2005.
© Aurelio Asiain

TGL Miho

Teodoro González de León con Alberto Kalach en el Museo Miho,
9 de octubre de 2009
© Aurelio Asiain

Los insultos vinculan: el ejemplo de Shakespeare

*

(Llegué a este video de April Gudenrath a través de Brainpickings).

La nariz en la mano

Máquina de escribir de Carlos Fiuentes en los años 60. ©Héctor García


Escribió Juan Villoro en su nota luctuosa que Carlos Fuentes quizá “haya sido el primer escritor profesional de México. Dispuesto a vivir de la máquina de escribir, tecleaba a una velocidad frenética, usando un solo dedo que se le torció como el aguijón de su signo zodiacal, Escorpio”. Una imagen que muchos abrigábamos. Lo había contado antes Gabriel García Márquez evocando, a propósito de la muerte de John Lennon, la época en que aparecieron los Beatles: “Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen”.

Pero en una de las últimas entrevistas que concedió, Fuentes dice otra cosa: “Tengo la costumbre cervantina de escribir a mano. No sé usar ningún aparato, pierdo mucho tiempo corrigiendo, se me van las cosas, se separan, qué lata… No, yo escribo a mano, con pluma, en cuadernos; luego, tengo gente que me ayuda a pasarlo en máquina y llevarlo a la imprenta, pero yo no sé escribir si no es con una pluma y un papel, y de una manera sensual, directa, olfativa, que no me da ningún otro medio”.

Uno de los modelos del cembalo scrivano de Giuseppe Ravizza (1811-1885),

Llama la atención el adjetivo “cervantina”: ¿no fue escribir a mano lo inevitablemente habitual entre todos los escritores del mundo hasta que los señores Remington, fabricantes de máquinas de coser, se dieron a producir en serie las de cantar, en avatares si menos vistosos más cómodos del cembalo scrivano y la writing ball pioneros?

La Writing Ball (1865) de Rasmus Malling-Hansen

Sorprende también que, para comunicar el goce de escribir a mano, Fuentes califique la experiencia de olfativa. Pero qué salto afortunado: nada más inmediato y puramente sensual, nada más animal y cercano al cuerpo liberado en el baile de la escritura que la experiencia del olfato, el más primitivo de los sentidos, el de los cazadores y las embarazadas, el más salvaje y el más aristocrático. ¿Qué sería de la lengua que prueba la magdalena si estuviera privada del olfato?

Sentado a la mesa pluma en mano o componiendo mentalmente por el camino de vuelta a casa desde la compañía de seguros lo mismo que ante su máquina de escribir, ¿qué es al fin un escritor sino una nariz?

 

El Chirographer de Charles Thurber (1845)

 

Consúltelo con la almohada

Claes Oldenburg: Máquina de escribir (1963-1964, Galería Sonnabend, París).

El nombre de la cosa

Ayer Guillermo Sheridan le dijo a alguien en Twitter que estaba leyendo “una genial novela de Mark Reyner, The Sugar Frosted Nutsack”, “la novela más divertida y salvaje que he leído en años”, y confesó:

Lo cual dio origen a una conversación que el lector debería ahorrarse, en medio de la cual mencioné una serie de grabados en que Utagawa Kuniyoshi (1797–1861) juega, como lo hicieron otros artistas, con la idea de la proteica elasticidad que la tradición popular atribuye al escroto de los mapaches, capaz de extenderse hasta formar una pequeña habitación, y de adoptar las más diversas formas y aplicarse a los usos más diversos. De esa tela salen naturalmente capas y sombrillas, pero también lechos y barcas, tambores y aun martillos. Puede parecer curioso que, aunque tienen reputación de pícaros licenciosos, la imaginación popular que refleja Kuniyoshi no pinte a los mapaches como bolsones (en la acepción mexicana: holgazanes) sino como imaginativa y variadamente industriosos. No hay que olvidar que son figuras asociadas al comercio y, lo mismo en grabados y dibujos que en las figuras de barro que resguardan la entrada de incontables establecimientos comerciales y propician el paso de la buena fortuna, los simpáticos animales se representan con unos desmesurados testículos propiciatorios, que se conocen como kintama: literalmente, “huevos de oro”.

Sospecho que para la pudibunda sociedad mexicana, en la que un escote todavía puede causar un escándalo, estas estampas pueden parecer obscenas. No lo son en Japón.

Impedimenta


Pesca de río


Los siete dioses de la fortuna


Daruma

Manta y kotatsu

Instrumento de percusión

Red para cazar aves

Arma para tundir peces

Espantajo

Enfermedad

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Más sobre el tema aquí. Otras ilustraciones aquí, y en muchos otros sitios.