Recuperar la realidad
por aurelio asiain
El artículo sobre Errol Morris: The Thinking Man’s Detective que publica este mes Smithsonian me llevó a releer “The Ashtray”, el ensayo que Morris ―uno de los diez mejores cineastas de hoy, según The Guardian; el director de The Fog of War, la escalofriante entrevista con McNamara; el autor de Believing Is Seeing. Observations on the Mysteries of Photography, un ensayo sobre la naturaleza de la verdad en la fotografía― publicó hace exactamente un año en el blog editorial de The New York Times. A partir de la crónica de su desencuentro en Princeton con Thomas S. Kuhn ―quien terminó arrojándole un cenicero, errando el blanco― y su idea de que cada época está dominada por paradigmas inconmensurables ―término de las matemáticas trasladado brumosamente por Kuhn a la filosofía— Morris emprende una crítica del relativismo filosófico posmoderno y su postulado de que la verdad es de naturaleza puramente subjetiva. Esas páginas impugnan, entre otras cosas, la interpretación usual de “Pierre Menard, autor del Quijote” como una apología del relativismo:
¿Qué se arguye aquí? ¿Que cada texto es infinitamente reinterpretado? ¿Que cada lector reescribe el libro que está leyendo? ¿Que nuestras creencias cambian con el tiempo? ¿Que la historia cambia el significado de la historia? ¿Y cómo Borges encaja en esto? ¿Se ve Borges a sí mismo como Menard o Cervantes? ¿Como ninguno? ¿Como ambos?
El cuento apareció en mayo de 1939 ―poco después de que Madrid cayera ante las fuerzas de Franco—. Borges había escrito apasionadamente contra las potencias fascistas que se apoderaban de Europa. Y contra el antisemitismo. «…en vano he citado la sabia declaración de Mark Twain de que la raza de un hombre no es importante, pues después de todo se trata de un ser humano, y nadie puede ser nada peor.» Pero además había escrito en contra de la negación de la realidad.
En su reseña de El ciudadano Kane, publicada en 1941, Borges describió la película como «una especie de policial metafísico… Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias”. Borges concluía, citando a Chesterton, que “nada es tan aterrador como un laberinto sin centro”.
Me preocupaba ese laberinto sin centro. Para mí, es un misterio sin solución. Un asesinato sin un asesino. Un mundo sin respuestas, sin la verdad o falsedad. Es la pesadilla que ofrece la posmodernidad. Es el caos. ¿Cuál es la respuesta a la pregunta sobre qué ocurrió realmente? ¿Cuándo sucedió? ¿Quién realmente hizo algo ? No hay una respuesta.
Desde que Thomas S. Kuhn lo atacó con el desesperado argumento del cenicero, Errol Morris no ha hecho sino empeñarse en recuperar la realidad, en los términos que elocuentemente resume el video de A Conversation with Errol Morris for the Columbia Journalism Review, que aquí puede verse.